José García Córdoba nació en Almería en 1853. Habitaba una casa señorial entre la Puerta de Purchena y la Rambla Obispo Orberá, con un espléndido balcón de madera y forja donde en las tardes de verano se sentaba para disfrutar del aire fresco que subía desde el mar, Rambla arriba.
Él fue testigo directo de como esa esquina del centro de la ciudad se fue transformando en los primeros años del siglo pasado, de como se derribaron las viejas casas del XVIII, salpicadas de mesones y posadas, y se fue levantando la casa de Las Mariposas.
Desde el balcón de su vivienda asistió a la construcción del gran edificio. A José García Córdoba le gustaba contemplar al amanecer el trabajo de los grupos de obreros que se apiñaban en los andamios, y a las nueve de la mañana acudía al Café Suizo para desayunar, leer la prensa e intercambiar impresiones con el arquitecto, el joven Trinidad Cuartara con el que le unía una vieja amistad que les venía de familia. De aquellos encuentros con el arquitecto municipal, el señor García Córdoba siempre contaba los quebraderos de cabeza de Cuartara debido a los problemas derivados de la construcción del edificio de las Mariposas.
La casa de la Puerta de Purchena era el refugio de invierno de la familia Córdoba, donde el patriarca tenía montado el despacho y proyectaba sus negocios. Cuando llegaba el mes de mayo, se trasladaba a la finca que tenía en lo que hoy es la plaza del Quemadero, un lugar paradisiaco lleno de vegetación y zonas de cultivo, y allí pasaba el verano hasta el mes de septiembre, como si estuviera aislado en un pueblo, cuando en verdad estaba a cinco minutos andando del centro de la ciudad.
Al terminar la calle Regocijos, aparecía, enfrente, la majestuosa verja de hierro y las extensas arboledas que rodeaban la mansión. A poniente, las tapias subían por el Camino de Marín y por la parte norte, la finca lindaba con las tierras del conocido popularmente como Cortijo del Gobernador, entonces propiedad de Hermann Federico Fischer, cónsul de Dinamarca en Almería y exportador de uva.
José García Córdoba pudo haber comprado esas tierras en 1889, cuando el propio Fischer se las ofreció por poco más de quinientas mil pesetas. El cónsul danés pasaba por un momento difícil ya que unos meses antes había perdido a su mujer, Cecilia Johanne en un accidente de caballo, y durante un tiempo se planteó la posibilidad de vender al chalet y las trece hectáreas de extensión que lo rodaban para marcharse definitivamente de Almería. Pero José García Córdoba no se llegó a plantear nunca la posibilidad de ampliar sus posesiones, entre otras cosas porque debido a sus negocios mineros no tenía tiempo de atender su propia finca, que estaba en manos de un aparcero de confianza. “Si no puedo con la mía como le voy a comprar la suya”, fue la contestación que le dio a Hermann Federico Fischer mientras tomaban un te en el salón.
José García de Córdoba era un hombre con gran intuición para los negocios y una excelente formación académica. Empezó a trabajar como ingeniero de minas hasta que se hizo propietario y consiguió explotar un yacimiento de azufre en la sierra de Gádor, que inscribió en el registro con el curioso nombre de ‘La Zalea apolillada”.
Las minas formaban un pequeño pueblo con su herrería, su panadería, las viviendas para los trabajadores y una escuela que abría de noche para enseñar a leer y a escribir a los mineros. Les faltaba un médico, por lo que tenían que echar mano de don José Manzano, facultativo de Gádor, cada vez que había una emergencia. La explotación disponía de seis hornos que no paraban de funcionar de día y de noche; por ellos salía el azufre líquido, más brillante que el oro. Cuando se transformaba en sólido, era envasado en sacos que transportados en carros de mulas llenaban los almacenes de la ciudad para ser comercializado.
El azufre era un mineral esencial a principios de siglo para la economía almeriense, ya que se empleaba como fungicida en el cultivo de la uva, de cuya exportación vivían miles de familias. José García Córdoba vendía a toda la provincia, pero el auténtico negocio, el que le hizo enriquecerse, le llegó en 1914 al estallar la Primera Guerra Mundial. Las grandes potencias como Inglaterra y Estados Unidos necesitaban el mineral para la fabricación masiva de pólvora, y el azufre era uno de sus componentes.
Los carros llenos de sacos formaban interminables caravanas desde la sierra de Gádor hasta el puerto de Almería, donde eran embarcados en vapores hacia Manchester y Nueva York. Fue un negocio redondo que lo convirtió en uno de los grandes capitalistas de la ciudad. Su poderío económico le permitió prestar importantes cantidades de dinero para que las obras del Teatro de Cervantes pudieran seguir adelante. A su muerte, el 25 de septiembre de 1930, cuando contaba 77 años, las minas pasaron a ser propiedad de su hijo Agustín, que unos años después se las vendió a la sociedad Romero Hermanos.
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