Almería ha contado con pararrayos históricos como los de las iglesias y conventos, pararrayos militares como el de La Alcazaba, pararrayos radioactivos que levantaron una gran polémica en la provincia a finales de los años ochenta, y un pararrayos gigante que se instaló en 1974 en la pieza metálica que cubría la cúpula del Observatorio Astronómico de Calar Alto.
Entre los papeles del archivo municipal, existe un documento, firmado en el mes de julio de 1846, que hablaba de la colocación de un pararrayos en el torre redonda del tercer recinto de la Alcazaba, que se utilizaba entonces como almacén de pólvora. Al instalarse la estación radiotelegráfica en aquel lugar, allá por 1908, la torre consagrada a polvorín se convirtió en pabellón de oficiales, pero en su cúpula siguió manteniendo el viejo pararrayos que estuvo en pie hasta que los efectos de la metralla de un obús, en los años de la Guerra Civil, se lo llevó por delante. El pararrayos de la Alcazaba protegía al barrio de las tormentas eléctricas en una época en la que la población se sentía segura si cerca de su casa tenía un pararrayos.
Cada vez que el cielo rugía el temor se apoderada de los vecinos y al día siguiente eran frecuentes los sucesos de alguna chispa que había caído sobre una casa dejando un rastro de desolación. El doce de mayo de 1906 cayó una chispa sobre el poste de telégrafos instalado frente al convento de las Hijas de María, dejando a la ciudad incomunicada. Por suerte para los vecinos de la calle Obispo Orberá, la chispa fue a morir al pararrayos que existía en lo más alto del edificio del convento.
El seis de abril de 1916, un rayo se llevó la vida de un niño de diez años en el cortijo de los Andújares, en la Vega de Acá. Ese mismo día, otro rayo penetró por la chimenea de la casa número 40 de la calle Restoy, provocando graves daños en la vivienda. Otras cinco chispas fueron repelidas por el pararrayos de la Alcazaba y dos fueron a parar en la antena de la estación radiotelegráfica. El diecinueve de septiembre de 1929, una chispa cayó en el pararrayos del Banco de España, en la Plaza Circular, destrozando una parte del ensamblaje que lo sujetaba.
En el centro de la población los pararrayos de las torres de las iglesias y de algunos edificios particulares guardaban a los vecinos cuando el cielo se abría. Más desprotegidos estaban los que habitaban en la vega que rodeaba la ciudad, a excepción de la zona de la Molineta, donde contaban con la protección del pararrayos del cortijo de Fischer y el que existía en el palacete de la finca de la familia Góngora.
Almería siempre fue una ciudad de grandes tormentas y ha necesitado sentirse protegida contra los elementos. Cuando faltaba confianza en los pararrayos la gente se acordaba de Santa Bárbara. Hay pueblos en la provincia donde todavía se mantiene viva la tradición de rezarle cuando empieza a tronar: “Santa Bárbara bendita, en el cielo estés escrita con papel y agua bendita, al pie de la santa cruz. Padre Nuestro, amén Jesús”. Para que la oración fuera más efectiva era costumbre tirar unas hojas de olivo a la calle para ahuyentar la tormenta y encenderle unas mariposas a la imagen de la santa hasta que escampara.
Cuando yo era niño cada vez que había tormenta se iba la luz y mientras las mujeres rezaban en las casas los escolares le pedíamos a la Virgen de las Cuevas que siguiera lloviendo para seguir a oscuras. “Que caiga un chaparrón, que rompa los cristales de la Estación”.
Siempre que se escapaba un rayo algún poste terminaba herido y durante horas las casas se quedaban a oscuras, iluminadas sólo por la tímida luz de las velas. Cuando se iba la luz Almería se llenaba de sombras, las calles se quedaban vacías y en los comercios los dependientes aprovechaban la soledad para quitar el polvo de las estanterías. Si la tormenta caía por la mañana, cuando cesaba de llover las puertas de las tiendas de comestibles se llenaban de cajas de arenques, manojos de rábanos y habas frescas para las migas. Salía el sol, se iban las nubes de estampida llevándose con ellas el miedo secular de los viejos envuelto en mil oraciones.
La ciudad resucitaba, se llenaba de colores y por las aceras volvía a correr la vida que había permanecido refugiada durante la tormenta. Las calles olían a tierra mojada y a la salida del colegio los niños jugábamos a atravesar las lagunas de charcos que se formaban, montados sobre grandes botas de agua.
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