La escuela de las monjas del manicomio

Era la otra escuela del barrio de Los Molinos, pegada a los muros del antiguo manicomio

Las niñas tenían dos uniformes: el de diario, de color blanco, y el de los días de fiesta, que era azul marino con el cuello blanco.
Las niñas tenían dos uniformes: el de diario, de color blanco, y el de los días de fiesta, que era azul marino con el cuello blanco.
Eduardo de Vicente
20:42 • 01 feb. 2021 / actualizado a las 07:00 • 02 feb. 2021

Su nombre oficial era el de Colegio San José. En el barrio de Los Molinos todo el mundo lo conocía como la escuela de las monjas, pero originalmente, cuando se fundó en 1910, la llamaron ‘Escuelas del Manicomio’



Surgió como una iniciativa de la Hermana de la Caridad Sor Petra Romarategui, que contó con el apoyo de la Superiora del Manicomio, Sor Policarpa Barbería, y el beneplácito del Obispo de la Diócesis, Vicente Casanova y Marzol. 



En noviembre de 1959, cuando Sor Petra recibió la Medalla de Oro de la Provincia al cumplir cincuenta años de servicio en la comunidad religiosa de San Vicente de Paúl, recordó que la idea de fundar las escuelas le surgió a los pocos meses de llegar a Almería, cuando vio el alto índice de absentismo escolar y de analfabetismo que existía en la zona de la vega, donde niños y niñas en edad escolar trabajaban como adultos en las huertas familiares sin tiempo para aprender a leer y a escribir y “recibir las enseñanzas cristianas”.



Para que los niños tuvieran la oportunidad de asistir a las clases y que a la vez pudieran seguir ayudando en sus casas, el colegio comenzó a funcionar con dos turnos, uno de mañana y otro de tarde. Estuvo abierto sin ningún paréntesis hasta el mes de septiembre de 1918, cuando tuvo que cerrar durante tres meses por el peligro que suponía la epidemia de gripe que dejó miles de muertos en Almería. Tampoco abrió sus puertas en los años de la guerra civil, después de que las Hermanas de la Caridad tuvieran que abandonar el manicomio. El colegio fue utilizado para acoger a los enfermos mentales, que en unos meses pasaron de trescientos a cuatro cientos cincuenta. 



Después de la guerra, las escuelas del manicomio volvieron a abrir sus puertas con tres clases de niñas y una para niños. Los alumnos venían del barrio de Los Molinos, de la Cañada, de los Partidores y de la Vega. Muchos se llevaban la comida en cestas para no tener que regresar a sus casas y se quedaban a almorzar en una habitación que hacía las veces de comedor. Se decía entonces que los niños y niñas de la vega, a los que no les faltaban ni las patatas ni la verdura ni la leche en los tiempos del hambre, eran los preferidos de las monjas.



El colegio estaba pegado al edificio del manicomio, separado únicamente por una verja de hierro desde la que los niños podían ver el patio y la huerta donde los locos  (así era como les llamaban los niños), salían a pasear cuando hacía buen tiempo. Una de sus principales distracciones, cuando estaban en el recreo, era contemplar el ir y venir de aquellos enfermos que se pasaban las horas revoloteando como gorriones entre los jardines y los árboles del patio o jugando a sembrar la tierra en la vieja huerta que durante más de treinta años trabajó con sus manos Agustín Martín Tarifa, el hortelano del manicomio, tan antiguo como el propio sanatorio.






Los niños conocían a los internos por su apodo y de tanto verlos se sabían sus costumbres y sus extravagancias de memoria. A algunos les llegaban a coger cariño, como ocurrió con el ‘Niño del borriquín’, un pequeño de seis o siete años que siempre iba agarrado a los mandiles de las monjas, con los dedos metidos en la boca y la mente colgada en algún sueño. De vez en cuando, al niño lo dejaban pasar al patio de la escuela para que jugara un rato con los colegiales. 


“Pobre tontico”, decían las niñas, viendo corretear a duras penas a aquella alma inocente que no paraba de correr, que no paraba de reir, preso de un extraño ataque de alegría. Una día del otoño de 1949, el ‘Niño del borriquín’ no apareció por la huerta ni se escucharon sus risas al otro lado de la verja. Las monjas se lo encontraron ahogado, flotando entre la ova de la balsa.


En las escuelas del manicomio los alumnos recibían una educación rigurosa. Allí les enseñaban modales, aprendían las primeras letras, a hacer las cuentas con reconocida destreza, a rezar, a recitar de memoria la historia sagrada y a interpretar pequeños papeles para las obras de teatro que representaban en el salón de actos. Los domingos y los días festivos, las niñas se vestían de gala con sus trajes azules para escuchar Misa en la capilla de la Milagrosa. 


Por las tardes, cuando terminaban las clases, empezaban las lecciones de costura, dirigidas a las niñas, donde las monjas enseñaban a bordar. Allí se hicieron el ajuar varias generaciones de muchachas de Los Molinos y de la vega, a las que las monjas prepararon convenientemente antes de emprender el camino del matrimonio, un destino obligado para las jóvenes de entonces.


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