Aquel invierno empezaron a quitar de las fachadas de las casas los hierros oxidados que durante décadas soportaron las viejas bombillas que nos daban una luz amarillenta de película de suspense. Empezamos la Transición mal iluminados y la penumbra fue cómplice de tironeros y bandoleros de callejones que llenaron las esquinas de miedo y de olor a droga.
Nunca se robaron tantos relojes, tantas cadenas, tantas motos, ni tantos bolsos como en aquellos años de libertad a granel. Esa falta de luz se dejaba notar sobre todo en los barrios más humildes y en esa zona del casco histórico que quedaba lejos del Paseo y de las avenidas principales.
Una mañana aparecieron los trabajadores de Sevillana con las nuevas farolas y nos trajeron una luz blanca de ciudad moderna, como un anticipo de los nuevos tiempos para que las noches estuvieran más iluminadas y pudiéramos sentirnos más seguros.
La policía patrullaba las calles del centro en unos coches blancos que popularmente llamábamos ‘lecheras’ y el último sereno que quedaba en activo, Juan Rafael Ramos Fernández, cogía el camino de la jubilación al perder autoridad y quedarse aislado en medio de tanto cafre.
En la radio sonaba a todas horas ‘Gloria’, de Umberto Tozzi y en las verbenas de los barrios los grupos repetían hasta la saciedad el ‘Ponte la Peluca’ de la Orquesta Mondragón. Aquel invierno, las fiestas se llenaron de chaquetas y pantalones de cuero negro, la moda que unos meses antes nos había dejado la película Grease, el gran estreno de la temporada, la cinta que llevó colas interminables al cine Imperial.
Íbamos a bailar a los institutos, donde se organizaban ‘guateques’ para recaudar dinero de cara al viaje de estudios, y a las discotecas, aunque ya empezaban a perder fuerza por la moda de los pubes, que brotaban por las aceras de la ciudad como la hierba de una nueva época.
En plena decadencia de las discotecas nació Galaxia, un gran complejo del ocio en el barrio de El Alquián. Los fines de semana, se convertía en un templo del baile y el ligue, donde los jóvenes del campo de Níjar se dejaban los ahorros de la semana. Pero la gran revolución del 79 la protagonizaron las salas de cine con las películas clasificadas ‘S’. Eran como el segundo paso después de las películas de destape, la estación previa a la pornografía total que no llegaría hasta diez años más tarde. Ira ver una de aquellas sesiones era todo un acontecimiento. Había que esperar el momento oportuno para acercarse a la taquilla en ese instante en que no pasara mucha gente por la calle para que nadie nos viera entrando en uno de aquellos antros de pecado. A la gente le daba vergüenza entrar a las salas especiales, donde siempre había porteros con caras largas que te examinaban con la mirada y te pedían el carné de identidad, sospechando que no teníamos todavía 18 años.
La Almería del 79 seguía perfumada por los olores putrefactos que venían de Costacabana cuando soplaba el viento de levante. Aquel verano empezaron a venderse las primeras parcelas urbanizadas en Retamar y el Ayuntamiento volvió a poner el cartel de prohibido bañarse en la playa de las Almadrabillas, la más pequeña, la que estaba bajo los hierros del Cable Inglés, que siempre estuvo contaminada aunque la gente se siguió bañando desautorizando la advertencia.
La juventud de entonces se dividía en estudiantes y en parados. Los que estudiábamos, cuando terminaba el curso, solíamos buscarnos un trabajo temporal para ahorrar unos duros. Lo más seguro era echar horas en un bar o limpiar invernaderos en el poniente, que ya empezaban a ser el principal impulso de nuestra economía. Los parados eran mucho de barra de bar, de tranco de futbolines y de reuniones en los bancos de las plazas. En uno de aquellos congresos de desocupados escuché por primera vez el disco ‘Hijos del Agobio’ de Triana y descubrí el olor denso del hachís.
En agosto, como los Festivales de España sonaban a los tiempos de Franco, el progresismo nos regaló los Festivales Andaluces, que eran parecidos pero con menos glamour y más rojerío. Para la Feria, Saltúa, que era la empresa que se encargaba del servicio urbano de autobuses, puso una línea para llevar a la gente desde los barrios al Real de la Feria y el Ayuntamiento se cargó la elección de la Reina de las Fiestas, que también tenía un tufillo rancio a dictadura.
La Feria del 79 fue la de las casetas particulares. Casi todos los partidos políticos pusieron una caseta, imitando la iniciativa, un año antes, del Partido Comunista de España. Vimos las actuaciones de Carlos Cano y de Miguel Ríos y para el trofeo de fútbol nos trajeron al Athletic de Bilbao, que se convirtió en el equipo fetiche de aquellos años. Cada vez que había que celebrar algo venía el Athletic. Fue la única vez que pudimos ver en persona a José Ángel Iribar, una imagen inolvidable antes de comenzar la aventura de nuestro primer año en Primera División.
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