Sería difícil para un niño de hoy imaginar una ciudad sin apenas coches, calles donde se pudiera correr sin ningún peligro, avenidas limpias, sin vehículos aparcados donde fuera posible disfrutar de la individualidad de cada calle sin que todas nos parecieran iguales.
Hubo un tiempo en que los niños nos sorprendíamos y nos alborotábamos cuando escuchábamos sonar a lo lejos el motor de un coche; pasaba uno de vez en cuando y podíamos tomar las calles como si fueran el patio de nuestra casa. Eran tan escasos los coches que nos familiarizábamos con ellos como si fueran unos vecinos más. Los conocíamos por el ruido que hacían y antes de que aparecieran ya sabíamos si el que venía era Seat 600 de Telesforo, el chófer del Obispado o el Simca 1500 de Rafael Plaza, el taxista del barrio. Teníamos grabado en la memoria el sonido del motor del camión de la regadora, que pasaba en las tardes de verano para quitar el polvo de las calles; el rugido de las motos de los municipales que eran una amenaza para los niños callejeros; el estruendo inconfundible de la Ducati del lechero que llevaba su mercancía de casa en casa y el quejido permanente del Isocarro del hombre de los huevos. Aquel artefacto tenía un sonido tan diferente que había quien definía al Isocarro como “un señor montado en un ruido”.
Las calles sin coches eran una invitación a la vida. En los barrios, donde abundaban los callejones y la presencia de un coche era más remota, las calles tenían una banda sonora constante: las voces de los niños. Había un alboroto general que era común en casi todos los barrios, donde también se repetía la escena de los vecinos sacando las sillas a las puertas de las casas en las noches de verano. Como apenas pasaba un coche era fácil plantar la silla en la calle y ponerse a cenar. En ese ritual se perpetuaba la convivencia casi familiar que entonces existía entre los vecinos. A la calle se salía a tomar el fresco, a cenar y a contarse la vida. Recuerdo aquellas noches de agosto cuando los niños, aprovechando que los mayores también estaban fuera, disfrutábamos de la calle hasta la madrugada con la seguridad de que nunca pasaba nada. Aquellas noches de calor y de calles abarrotadas olían a jazmín, a sudor infantil y a bocadillos de salchichón.
La calle de noche te ofrecía nuevas aventuras. Los juegos del día nos parecían fuera de contexto y aprovechábamos la oscuridad para buscar los rincones más solitarios. Íbamos al Parque a espiar a las parejas de novios que se besaban como si fuera el día del juicio final y nos internábamos en el laberinto de callejuelas del barrio del Hospital en busca de la casa de la Gilda, el primer mito erótico de muchos niños y adolescentes de los primeros años setenta. Aquella reina fue nuestra Rita Hayworth de barrio, la mujer que dinamitaba nuestra inocencia infantil cada vez que cruzaba la calle con el vestido ceñido, los tacones altos y un perfume a deseo como el que nos dejaban en nuestro corazón aquellas otras divas que veíamos en el cine.
Íbamos a la calle del Liceo, donde vivía la Gilda, con la misma seguridad que caminábamos por la puerta de nuestra casa porque apenas pasaba un coche y los pocos que circulaban transitaban tan lentos que los podíamos adelantar al trote. A veces, jugábamos a adivinar la marca de los coches y nos íbamos al Parque que era la carretera más concurrida, donde era posible encontrar más variedad de automóviles.
Nos situábamos a la altura de la fuente de los Peces y cuando a lo lejos los veíamos venir competíamos por acertar si era un Seat 600, un 850 o un Simca 1500, que eran los que estaban de moda. Solía ocurrir que nuestro entretenimiento se detenía cuando de golpe cesaba la circulación y durante varios minutos no pasaba un coche ni por aquella Carretera Nacional 340, así que cuando al fina escuchábamos un motor, acabábamos dedicándole un aplauso como si hubiera llegado el primero a la meta.
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