Llovía poco, pero ahora llueve mucho menos. Ya no vienen aquellos ‘días parejos de lluvia’, cuando decíamos aquella frase de “el tiempo se ha metido en aguas”, cuando llovia sin parar durante la mañana, la tarde y la noche y se nos calaban los techos de las viviendas y teníamos que poner un cubo debajo de las goteras. Llovía poco, pero todos los años teníamos al menos un par de tormentas que nos inundaban las calles y le devolvían la vida al cauce seco del río. Ya no llueve en la feria como era tradición ni tampoco en septiembre ni en octubre, tiempo de gotas frías.
La monotonía de los días de sol se ha instalado para siempre, por mucho que nos pese a los que añoramos los días grises y los paraguas. Una de las ilusiones que me acompañaron desde niño era que el hombre del tiempo anunciara lluvia en el Telediario.
Cuando teníamos la televisión en blanco y negro era costumbre, mientras cenábamos, ver a Mariano Medina delante de aquel mapa de España sobre el que iba colocando dibujos según el pronóstico del tiempo. Cuando colgaba un paraguas con gotas de lluvia sobre el rincón de Almería me llenaba de alegría y mi estado de ánimo, que a esas horas de la noche solía estar decaído por el madrugón del día siguiente para ir al colegio, subía de golpe como si la lluvia anunciada fuera el presagio de unas vacaciones.
La lluvia siempre formó parte de mi personalidad, como si la necesitara para huir de las obligaciones, como si su presencia relajara la vida y fuera suficiente para cambiarnos el ritmo a todos y para modificar nuestros paisajes cotidianos. Algo en mi interior se agitaba en los días de lluvia, una emoción que era compartida en mi casa.
Recuerdo la satisfacción que sentía cuando mi madre entraba en el dormitorio para darnos la noticia de que estaba lloviendo. Ese día ya no tenía pereza para levantarme ni para ir al colegio. Ese día me empujaba una fuerza extraña, como si mi destino fueran los días grises. Muchos años después, registrando en los archivos de la prensa, busqué el día de mi nacimiento, en un domingo de noviembre, y me encontré con la sorpresa de que aquella fecha, la primera de mi vida, fue un día lluvioso y frío, un domingo apagado de calles vacías y migas en la lumbre.
La lluvia nos sacaba de la monotonía y nos regalaba el milagro de una ciudad distinta. Una capa de tristeza, de día fatigado, de noche prematura, alteraba el pulso de Almería y hasta nuestras calles más cercanas nos parecían distintas bajo aquel manto de melancolía.
Todo cambiaba bajo la lluvia: las ropas de la gente, el estado de ánimo, las comidas, el olor de las calles y hasta los sonidos de la ciudad. La lluvia era un milagro que nos regalaba su propia sinfonía. Cuánto disfrutaba oyendo caer las gotas en el tejado del váter y viendo como penetraba la niebla por el patio de mi casa dejando su rastro de humedad en todas las habitaciones.
Me gustaba salir al tranco de la calle para escuchar el ruido de las ruedas de los carros al pasar por los adoquines empapados y el alboroto que producían los coches cuando cruzaban mojando a todo el que pasaba por la acera.
Había lugares intransitables cada vez que caían cuatro gotas. Recuerdo haber visto la Puerta de Purchena, a la altura de la Rambla de Alfareros, convertida en un pantano y a la gente parada en las aceras contemplando aquel espectáculo de vehículos atorados y de peatones cruzando con el agua hasta las rodillas.
En Almería solíamos decir que aquí no estábamos preparados para la lluvia y aceptábamos las calles encharcadas como si fuera un estigma con el que teníamos que cargar de forma irremediable. Cuando llovía con fuerza los niños de mi barrio corríamos hacia las Cuatro Calles porque se convertía en lo más parecido a un río que habíamos visto hasta entonces. Era imposible pasar de una acera a otra y siempre había un comerciante, el de la farmacia o el hombre que compraba el papel usado, que colocaba cuatro tablas para que la gente pudiera seguir pasando.
Los niños de mi generación no nos escondíamos cuando llovía, al contrario, nos revolucionábamos en aquel escenario de charcos, de barro, de calles inundadas, de puentes improvisados fabricados con tablones para poder cruzar de una acera a otra. Cuando corríamos bajo la lluvia teníamos la sensación que nunca nos cansábamos y cuando jugábamos al fútbol en un trozo de tierra empapada, nos lanzábamos al suelo como si tuviéramos debajo un colchón o un manto de hierba. Era emocionante colocarse las botas de agua y pasar por encima de los charcos como si fuéramos impermeables.
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