Los grandes cambios sociales que se intensificaron a lo largo de la década de los sesenta llegaron también a las barras de los bares. Hubo un tránsito acelerado desde la tradicional taberna de barrio que olía a vinagre, a vino de Jumilla y a testosterona hacia un nuevo concepto de negocio, un modelo de bar más abierto a la juventud, entendido como punto de encuentro de muchachos y muchachas.
A las bodegas de toda la vida donde apenas entraban mujeres, le sucedieron los bares con ambiente musical donde ellos y ellas se mezclaban por igual al calor de las pandillas, que en aquellos años sirvieron de motor a los cambios sociales que se fueron produciendo. A la taberna se iba a beber vino, a reunirse con los amigos y a jugar al dominó, mientras que a los nuevos bares de juventud se bebía cerveza, se escuchaba la música de moda y se gestaban historias de amor.
Los dos eslabones más representativos de aquel cambio lo representaron el Parrilla Pasaje, en la calle Rueda López, y el bar las Vegas, en la calle Padre Luque.
El Parrilla Pasaje tenía tres ambientes: el de la mañana a la hora de los desayunos, el del mediodía con las tapas y el de la tarde, cuando se llenaba de adolescentes. Juan Sánchez, su fundador, nunca encontró una explicación certera para entender por qué motivo su establecimiento se convirtió, durante la década de los setenta, en un centro de referencia para un par de generaciones de almerienses que lo escogieron no solo como bar de confianza, sino como punto de encuentro y lugar de reunión.
Los adolescentes quedaban en el Parrilla Pasaje y muchos se quedaban allí toda la tarde hasta que se cerraba a altas horas de la noche. Los fines de semana las aglomeraciones de jóvenes eran constantes y a veces taponaban toda la calle Rueda López haciendo imposible el tránsito de los coches. En Navidad, en Semana Santa y en los meses de verano, cuando los estudiantes que estaban en Granada regresaban a Almería, había que guardar cola para poder tomarse una cerveza y encontrar un asiento libre en el interior era una aventura.
El éxito del Pasaje pudo ser la tapa de Sherigan y sus variedades, el ambiente de camaradería que siempre hubo entre camareros y clientes, o tal vez la máquina de discos en la que los muchachos, echando dos pesetas, podían escuchar uno de los éxitos del momento. Allí dentro las pandillas podían hablar, planear los bailes de las tardes de los domingos, escuchar música y enamorarse; muchas parejas de aquellos tiempos nacieron de las reuniones del Pasaje.
En esa misma onda se movió el mítico bar las Vegas, a espaldas del edificio de Correos. También tenía varios ambientes, según la hora del día: los clientes veteranos por la mañana y al mediodía, y la juventud cuando caía el sol. Por la tarde, el escenario se iba renovando y el local se llenaba de gente joven que a todas horas ocupaba las mesas e invadía el mostrador mientras sonaba la música de fondo.
Las Vegas siempre tuvo su banda sonora. Fue uno de los primeros bares con máquina de discos, aquellos aparatos, inmensos como baúles, con el vientre lleno de vinilos, donde por un duro podías escuchar dos canciones. Solo por cinco pesetas salía la voz de Roberta Flag cantando el ‘Suavemente me mata con su canción’ y la de Albert Hammond con su ‘Nunca llueve en el sur de California’. Como en aquellos tiempos apenas pasaban coches por la calle, los jóvenes echaban el duro en la máquina cantora y se salían a la puerta, ocupando las esquinas del local, que era el sitio estratégico para ver pasar a las muchachas cuando salían del instituto.
Como el Parrilla Pasaje, las Vegas era un lugar de encuentro en un tiempo donde todavía no habían aparecido los pubes y las caminatas por el Parque y el Paseo empezaban a quedarse antiguas y aburridas. La gente se citaba allí para pasar la tarde, aprovechando que era un rincón de confianza con un ambiente familiar y campechano. Los grupos de amigos se reunían al salir de clase, juntaban cinco duros y se pedían un litro y ocho tapas, y así, entre cerveza, canciones y tabaco, hacían sus pequeñas revoluciones de andar por casa, tan frecuentes en aquellos años del Franquismo tardío.
Era la época de las trencas, los pantalones de campana, los polos Fred Perry, los vaqueros Lois, y también el tiempo de los besos en público. Hasta los años setenta las parejas solo se besaban en la oscuridad de un cine o en la intimidad del Parque, hasta que con los primeros aires de libertad pudieron conquistar territorios que parecían imposibles, como los reservados de un bar.
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