La cola de los penitentes del Entierro

Eduardo de Vicente
07:00 • 02 abr. 2021

Entre los niños de Almería se fue gestando una gran afición a pisar la cola de la túnica de los penitentes del Entierro. La hermandad del Viernes Santo destacaba de las demás por ser la procesión oficial de la ciudad, la que más público congregaba en su salida, y también por aquellas túnicas negras rematadas por una cola que los nazarenos iban arrastrando por las calles llevándose a su paso toda la suciedad que había acumulada en el suelo. 



Cuando un niño rompía el protocolo y le echaba el pie encima a la cola, siempre había otros que corrían a imitarlo y el cortejo se convertía en un calvario para los pobres penitentes que tenían que llevar el cirio recto y elevado sobre la cintura y además se veían obligados a soportar los continuos pisotones de la chiquillería. Otro entretenimiento de los niños, cuando se aburrían viendo una procesión, era la de jugar a apagar las velas. Más de uno de aquellos piratas sopladores acabó llevándose una buena respuesta de algún penitente que olvidándose de la solemnidad del acto religioso se reveló contra el asaltante a golpes de cirio. 



Aquella moda de la hermandad de llevar la cola arrastrando tenía sus días contados. Todos los años, al terminar la procesión, los equipos se entregaban dañados, con las colas llenas de cera, de pisotones y hasta de gargajos. El Viernes Santo de 1970, el Santo Entierro sufrió también el castigo de una lluvia pertinaz que acompañó a la cofradía nada más salir del templo, obligándola a encerrarse en la Catedral. Los equipos acabaron deteriorados por culpa del barro y el agua. Fue el último año en que los penitentes salieron con cola. Fue también una fecha clave, ya que la nueva década traería de la mano una profunda crisis que afectó a toda la Semana Santa de Almería.



El apogeo de los primeros años sesenta fue un espejismo y en menos de una década la frágil Semana Santa almeriense se fue viniendo abajo hasta desplomarse de tal forma que a comienzos de los años setenta se quedó con una sola hermandad capaz de salir a la calle con todos sus enseres y con un cortejo de penitentes como mandaba la tradición. El crecimiento de los años anteriores, motivado más por necesidades políticas y religiosas que por asuntos de fe popular, creó un gigante con los pies de barro. Detrás del esplendor de las cofradías que salieron a escena en los primeros años sesenta no había una agrupación de cofradías sólida, ni una masa de gente joven dispuesta a colaborar durante todo el año en su hermandad, sino una obligación política para contrarrestar los cambios sociales que traían de la mano una abdicación religiosa por parte de un amplio sector de la juventud. 



Eran los años de las primeras televisiones, del turismo, de las pandillas, de los bailes de los domingos y de los primeros aires de libertad que trajeron un viento nuevo. Existía, además, un cansancio religioso acumulado, un agotamiento del discurso en  los templos y una necesidad de rebeldía para romper con la obligación de lo que debería de ser un acto voluntario. La Semana Santa del crecimiento se basaba, en muchos casos, en hermandades cerradas en las que se dependía económicamente de las aportaciones personales de mecenas que unos días antes de la procesión ponían el dinero que faltaba para sacar los pasos a la calle, pero carecían de infraestructura social, de esa masa de cofrades que con en el trabajo anual, forjado en el día a día, hicieran posible primero la consolidación y después el crecimiento de la hermandad. 



Tampoco contaban con el apoyo del Ayuntamiento, que colabora sólo en algunos detalles de escasa importancia, pero que ni daba dinero a las hermandades ni tan siquiera se preocupaba en que no hubiera coches aparcados en las calles. Sin esas bases fundamentales y con una masa de gente joven que caminaba hacia el lado contrario de donde les exigía la Iglesia, la semana de pasión de Almería se fue derrumbando hasta llegar a una decadencia absoluta en los inicios de la década de los setenta. 



En 1970 la cofradía más antigua, la Soledad, tuvo que salir a la calle sin penitentes, formando sus filas con fieles vestidos de paisano portando velas. Al año siguiente ni Entierro ni Soledad sacaron a la calle nazarenos. 1971 fue un año negro en el calendario histórico de la Semana Santa almeriense. 



Hermandades que habían crecido de la noche a la mañana como Silencio no pudieron salir, lo mismo que otras cofradías históricas como las del Encuentro y la Virgen de las Angustias. La única que sobrevivió a la hecatombe fue Estudiantes, que contaba con un grupo de jóvenes dirigido por el entonces hermano mayor, José Luis López-Gay Belda. Desafiando la crisis,  no faltaron a su cita con sus fieles fuera del templo, aunque tuvieron que salir a la calle unos días antes a postular para poder cubrir los gastos del desfile. 



Temas relacionados

para ti

en destaque