Éramos muchos los niños de antes que cuando nos preguntaban qué queríamos ser de mayores elegíamos el oficio de acomodador de cine. En nuestra imaginación habíamos idealizado una profesión que nos permitiría no tener que madrugar y trabajar viendo películas, lo que no debería de suponernos ningún esfuerzo ni un gran sacrificio.
Pero la realidad era distinta. El oficio no era tan idílico porque suponía trabajar los días de fiesta a cambio de un sueldo que en muchos casos no era suficiente para sacar adelante una familia con varios hijos. Era habitual entonces que los acomodadores de cine tuvieran que tener más de un empleo, por lo que se pasaban los días enteros y las semanas trabajando sin apenas descansar.
Este era el caso de Pedro Corrales López, uno de los históricos acomodadores de los años cincuenta y sesenta, que por las tardes entraba a trabajar en el cine y por las mañanas se ganaba un jornal vendiendo telas por los barrios y llevando quesos de bola de los que traían en el barco de Melilla de casa en casa, de bar en bar, de tienda en tienda.
Pedro Corrales tuvo la suerte de asistir a la última edad dorada de las salas de cine en Almería, cuando en los primeros años sesenta seguía siendo el gran espectáculo de los fines de semana, cuando se formaban grandes colas cada vez que venía un estreno importante. Durante años, formó parte de la plantilla de la empresa Vertiz, que en aquellos años tenía la propiedad de dos de las salas más prestigiosas de la ciudad: la del Imperial y la del Teatro Cervantes, y del cine más popular que existía en Almería, como era el viejo salón Hesperia que hasta su cierre siempre mantuvo su alma de cine de posguerra.
Pedro Corrales pasó por todos aquellos escenarios. Conoció el esplendor de las salas del centro y también la atmósfera arrabalera del cine Pavía, que también pertenecía a la familia Vertiz. En aquellos años, todos los cines contaban con un importante equipo de trabajadores: los operadores que proyectaban la película desde la cabina principal; los porteros que con gesto de sargentos cortaban la entrada en la puerta y te echaban para atrás si la película no era tolerada; los taquilleros que vendían las entradas en su pequeño habitáculo, y los acomodadores que velaban por el orden y la disciplina dentro de la sala.
Al acomodador casi nunca le veíamos la cara porque trabajaba a oscuras. Sentíamos constantemente su presencia cada vez que en el silencio de la sala escuchábamos el sonido de las cortinas y de la puerta batiente cada vez que entraba un espectador.
El acomodador era una voz que susurraba, unos pasos que subían y bajaban por el pasillo, la luz de una linterna que por unos instantes te cegaba en medio de la oscuridad mientras se proyectaba la película. El acomodador tenía que estar pendiente de los espectadores rezagados y de que reinara el orden dentro de la sala.
Pedro Corrales no tenía la misma tarea cuando le tocaba trabajar en el noble patio de butacas del Teatro Cervantes, donde los espectadores solían ser respetuosos, que cuando lo mandaban un sábado por la tarde al Cinema Pavía y tenía que ajustarse bien los galones para que la sala no se le fuera de las manos. En mitad de una película de indios, cuando aparecía el Séptimo de Caballería al rescate del fuerte asediado, el patio de butacas empezaba a aplaudir sin importarle la presencia de aquel agente que intentaba imponer la autoridad con una linterna en la mano. Y qué decir cuando el ‘muchachillo’ empezaba a repartir puñetazos en el salón del bar; cada golpe que daba era coreado con fervor por el respetable a gritos de: “Toma, toma, toma”, lo que obligaba al pobre acomodador a tener que taparse los oídos y mirar para otro lado.
Como el sueldo de los acomodadores apenas daba para llegar a final de mes, se valoraba mucho en el oficio la generosidad del público en una época en la que aún se mantenía la costumbre de la propina. Si te tocaba en el Cervantes o en el Imperial las propinas estaban aseguradas, pero si lo enviaban al Hesperia o al Pavía era posible que esa noche el acomodador regresara a su casa con los bolsillos vacíos.
Pedro Corrales López no necesitaba el apoyo de las propinas porque se pasaba los días trabajando sin descanso. Fue uno de los vendedores de telas ambulantes que iban de puerta en puerta llevando las muestras de ‘El Blanco y Negro’, ‘La Tijera de Oro’ y ‘Marín Rosa’. En los días de Feria se ganaba una paga de portero en los toros y, de vez en cuando, se embarcaba en la aventura de darle salida a los quesos de bola que traían de Melilla.
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