Bajo las pasarelas y los puentes que cruzaban el cauce de la Rambla anidaban los deseos prohibidos de los voyeristas. Los mirones no descansaban, estaban siempre alerta, montando guardia en sus improvisadas garitas. Les bastaba el más mínimo resquicio, una grieta minúscula en el hormigón o en los hierros oxidados, para encontrar el camino que les llevaba al paraíso.
El voyerista vivía de los descuidos y de los pequeños detalles. Se colacaba debajo del puente, donde nadie lo viera, y allí, en cuclillas o arrodillado, esperaba con paciencia felina a que pasaran sus presas. No solía improvisar y sabía perfectamente a qué horas podría salir victorioso. Sabía que a primera hora de la tarde, cuando las niñas salían del insituto, era el mejor momento para mirarlas desde abajo porque cruzaban el puente más relajadas, a paso lento y en grupo, lo que propiciaba las paradas que tanto deseaban los mirones.
Por la mañana las estudiantes atravesaban el puente con prisas porque se les echaba la hora encima, pero a la salida los tempos cambiaban en beneficio del mirón. Venían en pandilla y cuando se detenían entre juegos y conversaciones, allí estaban los ojos cargados de deseo del espía para buscar un pedazo de cielo debajo de las faldas. Su reino por un muslo, media vida por ver un trozo de pantorrilla o la blancura de una prenda íntima que se vislumbraba como un osasis en mitad de un desierto.
Había auténticos ingenieros del oficio, mirones profesionales que dominaban todos los agujeros de todos los puentes de la ciudad y llevaban en su memoria un estadillo con las horas de paso de las muchachas más deseadas del momento. Algunos estaban fichados por la policía y habían visitado varias veces el calabozo, pero volvían a recaer cuando los dejaban sueltos, como si una fuerza íntima e imparable los empujara a buscar lo prohibido.
Uno de los escenarios preferidos por los artistas del voyerismo era la pasarela que comunicaba el centro de la ciudad con el colegio de las Jesuitinas. Era un camino estrecho de piedra con una barandilla de hierro para asomarase a la Rambla y una farola que iluminaba las noches aunque la mitad de las veces estaba fuera de servicio.
Ese último tramo de la Rambla era entonces un lugar solitario y se tenía la sensación de que la ciudad terminaba al otro lado del Malecón. En invierno, cuando la oscuridad caía de forma prematura, la zona se llenaba de sombras y era poco aconsejable que las muchachas cruzaran el puentecillo sin ir acompañadas.
El 24 de noviembre de 1953, la Madre Superiora del colegio se entrevistó con don Emilio Pérez Manzuco, Alcalde de Almería, para tratar de varios asuntos de interés para las monjas. El motivo principal era pedirle al Ayuntamiento una parcela en el cementerio para las Hijas de Jesús, petición que fue aceptada de inmediato como un regalo que el municipio le hacía a sus estimadas Hijas de Jesús. El segundo punto del orden del día era informarle al alcalde de una suceso que empezaba a ser alarmante para la vida del colegio y que tenía en alerta a toda la comunidad.
Aquel invierno de 1953, un individuo acechaba a las niñas en las inmediaciones de la pasarela de la Rambla, aprovechando la caída de la tarde. El hombre merodeaba unas veces por el cauce de la Rambla y otras se situaba sentado en el muro de la pasarela, aguardando con paciencia que pasaran sus víctimas. Cuando las tenía cerca les mostraba los genitales y empezaba una serie de tocamientos que provocaba la huida despavorida de las muchachas.
La Madre Superiora del Stella Maris le solicitó al alcalde que pusiera vigilancia policial, al menos en las horas de entrada y salida de las alumnas, ya que la situación era tan alarmante que algunos padres se habían dirigido al colegio amenazando con no dejar ir a las niñas al centro si no se les garantizaba su seguridad. Al día siguiente, dos agentes montaron guardia frente al edificio del colegio; esa misma semana la policía mandó llamar a las niñas que habían sufrido las apariciones del sátiro para que lo reconocieran en el Arresto Municipal, donde se encontraba detenido un tipo acusado de exhibicionismo, que había sido detenido debajo del puente de la Avenida de la Estación. Cuando acudieron al reconocimiento, no pudieron asegurar que aquél era el delincuente que buscaban.
Las andanzas del sátiro de la pasarela tuvieron su continuidad, teniendo ahora como víctimas a las alumnas de la Compañía de María y a las del Instituto de la calle Javier Sanz. En mayo de 1953, tres niñas de Bachillerato que regresaban a sus casas por el camino de Ciudad Jardín, fueron asaltadas cuando se encontraban en las inmediaciones de la calle América y la zona conocida por el campo de los Arcos.
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