La Superliga del estadio de la Falange

Eduardo de Vicente
07:00 • 26 abr. 2021

La Superliga estaba allí donde jugara tu equipo mucho antes de que Florentino Pérez soñara con ser el presidente del Real Madrid. La Superliga se jugaba todos los domingos por humilde que fuera el rival y si el contrario era el vecino, con más devoción acudíamos al fútbol antes de que lo convirtieran en un escaparate con luces rojas.



Aquí en Almería sabemos mucho de la Superliga, sobre todo los que venimos de los tiempos remotos del estadio de la Falange, donde acudíamos cada quince días a darle continuidad a un acto de fe que habíamos heredado de nuestros padres y que para muchos de nosotros fue la única religión que conocimos. Muchos niños de entonces sentíamos más cerca la presencia de Dios cuando veíamos la camiseta de Juan Rojas con el siete a la espalda que cuando nos cruzábamos con la sotana del párroco de la Catedral.



La Superliga era el milagro de ir al fútbol el domingo, de levantarse de la cama nervioso porque jugaba el Almería en casa, de comer deprisa y dándole vueltas a la posible alineación mientras digerías el postre, de buscar el transistor y poner rumbo al estadio con la sensación del que va a vivir una aventura. 



La Superliga era la emoción de aparcar el coche enfrente de la tapia del fondo sur del estadio y escuchar a lo lejos las marchas militares que sonaban por los altavoces maltrechos del viejo escenario.



La Superliga estaba en la barrera de madera de la puerta de entrada y en el portero que te cortaba la entrada y te permitía entrar en el paraíso. Qué pobre era aquel estadio y qué riqueza de sensaciones: en su viejo marcador de madera, que representaba la figura de una casa con dos ventanas donde se colocaban los números con los goles, estaba impresa la esencia del fútbol. Cada vez que cantábamos un gol mirábamos al hombre del marcador para disfrutar de aquel acto supremo en el que colocaba el uno en el casillero local. Alguna vez que otra se equivocaba, y en vez de poner el gol en la ventana del Almería se lo regalaba al visitante, lo que provocaba la reacción del respetable que lo abucheaba sin piedad.



La Superliga estaba también en las banderas de los equipos que se colocaban coronando la tapia de la grada de preferencia, la que estaba pegada al Colegio Menor. Estaban posicionadas por el orden que marcaba la clasificación, así que cuando venía el Linares o el Portuense, buscábamos su bandera para saber el puesto que ocupaba.



La Superliga pasaba por aquel terreno de juego primitivo donde los jugadores se dejaban la piel de verdad, entre heridas y puntos de sutura y por aquel fútbol de tierra, almohadillas y gorros de papel de periódico que olía a linimento del Tío del Bigote, a tabaco y a coñac Fundador.



La Superliga era el túnel de vestuarios, aquel pasadizo lleno de humedad por donde salían los jugadores acompañados por los animadores oficiales del equipo, que en los años setenta eran Rafael Andújar, ‘Rafaelico’ y Antoñico el cohetero, que llegaba con su trompetilla y su camiseta del Almería desde la Plaza de Cepero para invitar a los aficionados con sus toques a entonar aquel cántico de “a la bin, a la ban, a la bin, bon, ban, Almería, Almería y nadie más”, que coreábamos sin saber lo que estábamos diciendo, como si estuviéramos en una misa cantando una oración.


Aquello era una auténtica Superliga y cuando venía a jugar el Jaén o algún equipo de capital de provincia, lo vivíamos como si fuéramos a enfrentarnos contra el Real Madrid. Y si el rival traía en sus filas alguno de aquellos futbolistas que en su juventud habían jugado en Primera División y lo habíamos visto en las estampas, entonces teníamos la sensación de que enfrente teníamos a un galáctico.


Nada entendíamos de presupuestos, de números rojos ni de partidos amañados. El fútbol era un trozo de nuestras vidas, un sentimiento profundo que nos hacía llorar y alguna vez que otra, nos daba alegrías. Los domingos por la tarde, ya casi de noche, cuando regresábamos en coche por la Avenida de Cabo de Gata con una derrota, toda la amargura de todos los domingos vividos se desplomaba sobre nuestros supercorazones.


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