Debería de existir una placa, en una calle del Reducto, que recordara la figura de Miguel Sánchez Morales, el querido Miguelico, el inválido con alma de artista que con su guitarra y su bandurria, a lomos de una silla de ruedas, fue todo un referente en la vida del barrio.
A pesar de sus limitaciones físicas quiso vivir la vida intensamente, viajando constantemente y sin perder nunca la sonrisa aunque por dentro escondía la profunda pena que le dejó la enfermedad. Se preguntaba cómo siendo un niño que nació sano, libre y sin que nada le faltara, la vida lo dejó tullido en una silla de ruedas. Pero la maldita poliomielitis no respetaba a nadie y le dejó su huella para siempre en las piernas y en el alma.
La vida de Miguelico estuvo marcada por la enfermedad y su infancia por la ausencia de su padre, que se pasó media vida embarcado por todos los mares del mundo. Se llamaba Miguel Sánchez de Haz y era mecánico de la Junta de Obras del Puerto. En su juventud fue secretario del sindicato de hierros y metales y su afiliación socialista le estuvo a punto de costar caro al terminar la guerra, cuando fueron dos veces a buscarlo a su casa para llevárselo preso mientras él estaba en Filadelfia, embarcado en un buque.
El padre de Miguelico, como buen marinero, era muy devoto de la Virgen del Carmen y prometió, que cuando terminara su singladura por los mares del planeta, llevaría una Virgen del Carmen entronizada a la iglesia de San Juan, promesa que cumplió cuando le llegó el momento de jubilarse.
La profesión del padre lo alejó de la familia y obligó a la madre a llevar las riendas de la educación de sus hijos. Se llamaba Carmen Morales y destacaba por una inteligencia innata que también heredaron sus hijos, sobre todo Miguelico, que era un portento cuando se ponía a pensar. Un día se fabricó un flotador para sus piernas inútiles y así poder nadar como los otros niños en la playa de los Cuescos.
En otra ocasión se diseñó un triciclo con motor Guzzi, con el que estuvo recorriendo calles y pueblos durante más de una década sin el permiso correspondiente, ya que las autoridades de tráfico no quisieron darle la autorización por no tener acreditada la marca que había fabricado el vehículo. Al final, por misericordia y por el empuje de sus hermanos, le dieron el permiso. Aquel triciclo era una obra de arte, un auténtico monumento a la inteligencia de un muchacho paralítico.
Miguelico era la alegría del Reducto. No había fiesta donde no se hiciera imprescindible su presencia ni excursión donde no lo llevaran. Tocaba, cantaba y contagiaba a los demás su pasión desenfrenada por la vida. En los años cincuenta era el alma de las verbenas en la calle, de los pequeños bailes familiares que entonces se organizaban en las puertas de las casas y en los patios. En sus ratos de inspiración llegó incluso a componer un pasodoble titulado ‘Subiremos la gran cuesta’, cuyo título encajaba a la perfección con esa lucha permanente que mantuvo contra su parálisis.
Tenía el don de escuchar una canción por la radio un par de veces y sacarla inmediatamente con la guitarra. Los domingos solía encabezar el grupo de amigos en las excursiones que hacían a la playa de la Garrofa. Aquellas juergas a la orilla del mar, alejadas de las miradas de la ciudad y arropados por unas cuantas botellas de vino, llegaron a ser tan atractivas que hasta la pareja de guardias civiles que rondaba por el lugar terminaba por unirse al banquete.
Miguelico era un personaje público, un tipo con don de gentes, inteligente y enamoradizo. Le hubiera gustado tener una novia y formar una familia, pero le tocó vivir en una época en la que la mayoría de los inválidos estaban condenados a la soltería y en ella se quedó, acompañado siempre por su madre y sus hermanos.
A pesar de sus limitaciones era un hombre valiente que nunca se rindió. Por eso no le gustaba estar encerrado en su casa. Por las mañanas se iba a la peluquería de Pepe Doucet a conversar y por la tarde le daba clases particulares de guitarra a los niños del barrio.
Fue, además, el primer inválido de Almería que tuvo coche, un Seat 600 que causó impacto en el barrio. Llegaba con la silla de ruedas hasta la puerta del coche, sin ayuda de nadie se colocaba en el asiento del conductor, echaba el carrillo atrás y con decisión arrancaba el seillas en medio del alboroto y los aplausos de los amigos que le reconocían su coraje.
Durante toda su vida mantuvo una relación especial con su madre, que siempre estuvo a su lado dándole el cariño que necesitaba para salir adelante. La señora Carmen murió en el año 2005. Aquel día también empezó a morir Miguelico, que nos dejó para siempre cuatro años después.
En su lápida, por deseo expreso, solo se puso su nombre y una frase: ‘in memoriam’.
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