Cuando aparecieron por la bahía los cantonales de Tonete Gálvez con dos fragatas bombardeando la ciudad y exigiendo 100.000 duros, hubo un alcalde en Almería que se transformó en cancerbero: Antonio Campoy Robles (Almería, 1838-1907) tiró de orgullo urcitano esa tarde de 29 de julio de 1873 y en unas horas, junto al brigadier Teodoro Alemán, armó 1.400 hombres de la Milicia, junto a carabineros y Guardia Civil para hacer frente a los piratas cartageneros, que pretendían convertir España en una República confederada.
Acababa de acceder a la presidencia del Gobierno diez días antes el alhameño Nicolás Salmerón, que se había dado de bruces con una España incendiada en guerras cainitas: al norte los carlistas y al sur los cantonales, más lunáticos que cuerdos éstos últimos, aunque en una posición de fuerza por tener la mayor parte de la flota en su base naval.
Antonio Campoy los paró, como Agustina a los franceses, y por ese lance, muchos años y décadas después, cuando Almería amaneció de nuevo republicana el 14 de abril de 1931, algunos almerienses con memoria, además de llevar por el Paseo el retrato del prócer alhameño, portaban también con orgullo el de don Antonio.
Pero no fue Campoy solo un paladín de la Almería de la I República. Vivió 69 años pletóricos, cabalgando entre sus ideales y sus negocios, entre la política local y sus actividades mercantiles. Fue concejal cuando en España estalló la Gloriosa Revolución de 1868 contra Isabel II y dos años -1873 y 1874- regidor. Un año antes, en 1872, había fundado, junto a otros correligionarios republicanos una de las primeras logias masónicas de la provincia, Amor y Ciencia, matriz de otras que vinieron después. Pertenecía al Gran Oriente y la integraban también el médico José Litrán, el notario Rosendo Abad y el catedrático del Instituto, Santiago Capella. Las primeras reuniones de la logia tuvieron lugar en su domicilio de la calle Terriza, 17.
Campoy fue también miembro fundador de la Sociedad de Nuevos Riegos San Indalecio promotora a partir de 1875 del Canal del mismo nombre que traía el agua desde Benahadux a la capital. Y se convirtió en 1890 en accionista de Sociedad Eléctrica La Constancia, la primera compañía que instaló el fluido eléctrico en la ciudad, con uno de sus primeros enganches al Café Suizo de su propiedad.
Antonio, que vio crecer Almería desde poblachón conventual y amurallado a ciudad burguesa con nuevos ensanches, desplegó también actividad comercial como director en Almería de la compañía aseguradora El Fénix Español, para fletes marítimos, con oficina en la calle del Médico, 1 y después en la calle Alava 4. Antonio tenía un hermano muy popular en la Almería de finales del XIX -Juan Campoy Robles- un tendero de comestibles en la calle La Reina, que contestaba en verso a los clientes cuando le hacían el pedido de embutido: “Esta señora que me ha pedido salchichón, está como un jamón”. Sus ripios eran celebrados por la prensa de la época, como si fueran del mismísimo Zorrilla.
Antonio Campoy estaba casado con Irene Rapallo Torrello y enviudo pronto, en 1883. Tuvo un hijo, Juan Campoy Rapallo, que falleció en 1963, y un nieto, Antonio Campoy Ibáñez, casado con Matilde Guerrero, un célebre oftalmólogo que luchó contra el tracoma almeriense, autor de estudios sobre la blefaritis, sobre la higiene ocular en el Manicomio y fue director del Dispensario Antitracomatoso de Almería.
Pero la principal actividad de aquel defensor de Almería contra los cantonales, su principal contribución, sin él saberlo aún, a la intrahistoria de la ciudad de los tempranos, fue la apertura del Café Suizo, uno de los primeros establecimientos de ocio y de negocio de la Almería moderna, que abrió sus puertas en torno a 1873, el mismo año que fue investido alcalde. Ocupaba en origen la primera esquina bajando del Paseo, haciendo esquina con Sebastián Pérez (antes calle Álava, después General Rada y ahora Concepción Arenal) y después se mudó un poco más abajo en el mismo Paseo, haciendo esquina con Tenor Iribarne (entonces calle Aljibe), donde hoy está la Zapatería Plaza-Suizos, que respeta, en parte, el nombre primitivo del café.
Además de la cafetería fija, el alcalde masón instalaba también para la primavera y el verano su célebre kiosco Suizo, de grandes ventanales al andén central de la Avenida (no circulaban vehículos aún) atendido por camareros de librea, santo y seña de la Almería del cambio de siglo, que se situaba junto al monumento a Los Coloraos, hasta su traslado a la Plaza Vieja.
En 1880, Campoy se asoció con el empresario Eustaquio de los Ríos Zarzosa, cuyo personaje, recibiendo clientes, aparece en la novela ‘El último contrabandista’ de Colombine.
Había otros cafés ya entonces como el Méndez Núñez o El Universal, pero el Suizo era el primero de su estirpe, por lujo y detallismo, que ya aparecía en las postales de Sempere editadas en aquella época. Era el punto más concurrido de la ciudad, “frecuentado por extranjeros”, decían los anuncios, donde por las noches actuaban virtuosos sextetos y bailaoras sobre un tablao de caoba.
En la planta principal había sala de billar, naipes, dominó y tresillo para las señoras. Se tostaba el café a diario y hacían ponches, sorbetes de verano, zumos naturales con frutas exóticas entonces como la piña y una leche merengada, especialidad de la casa, elaborada por el maestro Antonio Amate. Allí, bajo el letrero de Anís del Mono, se arremolinaban limpiabotas y pícaros pedigüeños, partían los coches de caballos a los pueblos y se despachaban las entradas de los toros. Un día de 1905, le pegaron un tiro al pianista Adolfo Montero, como en una película del Oeste, por un asunto de amores y celos.
El Café Suizo pasó después por varias manos: Salvador Romero, Juan Ruiz Mañas, Diego González Bascuñana, hasta que cerró para siempre un día de agosto de 1941, pasando a ser historia viva de la ciudad, ese local añejo que fundara aquel alcalde almeriense, masón y republicano, cuyo retrato de más arriba sale hoy a luz en este periódico tras 125 años reposando en el cajón de un cuarto trastero de Estepona.
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