La tienda de Río Preto es un pequeño museo donde uno puede encontrar artículos de otro tiempo que parecían extinguidos. En la puerta se exhibe un expositor con un centenar de cintas de cassettes a las que habría que aplicarle la prueba del carbono 14 para averiguar con certeza su edad.
Son cintas que amarillean y que nos transportan a otra época, cuando la música que escuchábamos en el nuestras casas, en los coches y en la playa, pasaba por el aparato que nos habían traído de Melilla y por aquellas cintas de cassettes que nos duraban toda la juventud. En las tiendas oficiales de discos podíamos comprar las cintas de moda, los éxitos de cada año, mientras que en las gasolineras y en los bares de carretera, teníamos la oportunidad de encontrar alguna pieza tirada de precio, aunque se corriera el riesgo de que no se tratara del cantante original.
En aquellos bares de carretera siempre había un televisor sonando a todo volumen en el que los viajeros se enteraban de las últimas noticias que daba el Telediario. En el interior, detrás de la barra, destacaba una decoración austera donde lo más notable era algún escudo gigante del Real Madrid o del Barcelona, fotografías de futbolistas famosos y un almanaque actualizado exhibiendo las grandezas de una muchacha medio desnuda.
Los bares de carretera tenían esa mezcla de soledad y lejanía que tienen los lugares de paso. Habitaba en ellos una atmósfera de desarraigo propia de los establecimientos donde los clientes iban siempre con prisa, con el tiempo justo para tomarse un café ojeando el Marca, entrar en el cuarto de aseo y seguir su camino.
En los bares de carretera, que a veces florecían junto a una gasolinera, había un silencio antiguo rondando entre las mesas, el silencio de los lugares donde la gente ni se conocía ni tenía nada que decirse. A veces, este silencio se quebraba cuando entraba el hombre de los cupones o el vendedor de lotería que llevaba los décimos para el sorteo de Navidad cinco meses antes de las fiestas.
Los bares de carretera eran el refugio de los camioneros y de los taxistas cuando iban de viaje, antes de que la expansión de las autovías se cargara el negocio. Para los profesionales del volante existía un menú del día a un precio razonable y para ellos instalaban un gran expositor metálico cargado con cintas de cassettes para hacerles más llevadero el camino.
El expositor de cassettes solía ocupar un lugar preferente cerca de la barra principal. Llamaba la atención por su despliegue de colores y la mezcla de distintos géneros musicales a precios de oferta. Lo mismo se podía encontrar una cinta de piezas militares que un casete con lo mejor de Manuel Gerena, aquel cantante de flamenco-protesta que se hizo popular en los años de la Transición.
Había establecimientos donde el mismo expositor con las mismas canciones podían resistir durante varios años sin renovarse. En este caso se podían reconocer porque a las cintas se le habían desgastado ya los colores y olían a café y a calamares fritos .
En los casetes de las gasolineras era complicado encontrarse con un artista de primer nivel, como mucho, aparecían los grandes éxitos de Julio Iglesias con truco, es decir, cantados por otro.
El espectáculo de los expositores de cassettes estaba, precisamente, en esa fauna de artistas de tercera división que buscaban el mercado rápido y sin exigencias que encontraba en los bares de carretera. Las canciones de la mili, los chistes de Arévalo, el ‘Amigo conductor’ de Perlita de Huelva o las ocurrencias de Emilio el Moro, estaban siempre presentes, dispuestas a sonar en los radio casetes de los viajeros.
Otro clásico de los bares eran los casetes con villancicos navideños, los éxitos de Rafaela Carra y Torrebruno, o lo mejor de los Hermanos Calatrava. Para los amantes del flamenco siempre había a mano una cinta de Porrina de Badajoz o de Juanito Maravillas. Las autovías terminaron con muchos de aquellos bares de carretera que aparecían como oasis en medio de los caminos más solitarios. Con ellos se fue esfumando la moda de los cassettes con cantantes de tercera fila que aliviaron las soledades de camioneros y taxistas en aquellos viajes interminables.
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