Los niños de “las pipas y el cacahué”

Eduardo de Vicente
07:00 • 09 jun. 2021

En la calle de la Reina vivía, allá por los primeros años setenta, la familia de José ‘el Calamar’, cuyos hijos se dedicaron durante varios años a la venta ambulante de frutos secos.  A uno de ellos, los niños del barrio lo conocíamos con el apodo de ‘el Alférez’, y aunque a veces compartíamos con él los partidos de fútbol y los juegos propios de la edad, nos separaba un mundo.



Mientras que nosotros nos pasábamos los sábados y los domingos pateando balones y saltando tapias, él se veía obligado a colgar el pellejo de niño en una percha y salir a la calle a vender como si fuera un adulto. Tenía doce años, pero se manejaba como un hombre cuando se colgaba la  cesta de mimbre en el antebrazo, se colocaba la cartera de cuero en la cintura y se echaba a la calle a pregonar su mercancía: “cacahué y pipas, oiga”. 



En aquellos momentos, ‘el Alférez’ se llenaba de responsabilidad y como si llevara media vida en el oficio, recorría la ciudad con su mercancía a cuestas en busca del mejor escenario para la venta, tan metido en su papel que ni nos miraba cuando pasaba delante de nosotros y lo invitábamos a dejar los bártulos y compartir algún juego. 



Los domingos por la mañana se levantaba muy temprano para poder a estar a tiempo en algunos de los campos de fútbol donde se jugara un partido importante, que casi siempre era el del Seminario o de las Chocillas, donde jugaban el San Antonio y el Plus Ultra. Cuando terminaba  el partido regresaba a su casa con el tiempo justo para prepararse un bocadillo y volver a la faena, ya que tenía que partir hacia el estadio de la Falange cada vez que el Almería jugaba como local. Si el partido era a las cuatro, dos horas antes emprendía el viaje, a veces tan cargado que no tenía otra salida que coger el autobús. Llevaba la cesta de mimbre llena y en la otra mano una bolsa repleta con el género de repuesto.



Los amigos lo mirábamos con distancia porque entendíamos que aquel vendedor con pantalón corto no era el niño que de vez en cuando jugaba de extremo con nosotros en el descampado del Hogar de la calle Pedro Jover, sino un obrero, un trabajador infantil, un hombre prematuro que estaba pasando por la infancia de puntillas.



El escenario más duro para los menores de la venta ambulante era la playa. Ir a vender a las Almadrabillas o a San Miguel suponía para ellos un doble sacrificio porque significaba trabajar sin descanso a pleno sol en los meses más duros de calor y hacerlo mientras los demás disfrutaban bañándose. 



Los días de diario, el vendedor de las pipas y el ‘cacahué’ se incorporaba al colegio como los otros niños, pero sin esperanzas de que allí pudiera labrarse un futuro. Los fines de semana trabajando sin parar y los lunes a la escuela. Llegaba harto del oficio y un poco resignado porque aquella vida era demasiado dura para un niño. Las inquietudes que todos compartíamos a los doce años, quedaban muy lejos para nuestro amigo ‘Alférez’. Cuando nosotros íbamos al cine o perseguíamos a las niñas por el Parque, él pasaba con su cesta de mimbre pregonando la serenata del “cacahué y pipas”.



En la fotografía que ilustra este reportaje se puede ver a uno de aquellos niños que con la cesta en el brazo atravesaban la ciudad por la arena de la playa buscando un sueldo para sobrevivir.


La imagen nos cuenta varias historias a la vez. Por un lado la del cargadero de mineral que con toda su tramoya se comía un trozo de playa entre las Almadrabillas y San Miguel; por otro lado nos habla de esas muchachas que están sentadas con recato en la arena vestidas y pintadas como si fueran al baile de gala del Casino. Parecen recién peinadas, como si acabaran de salir de la peluquería, y en sus vestidos y en la pulcritud de sus figuras se adivina que son jóvenes de la burguesía almeriense de los años cincuenta. Solo el detalle de los pies descalzos las acerca al escenario en el que se encuentran.


El contrapunto a las muchachas de la orilla lo pone el niño con la cesta de mimbre. Aunque aparece en un segundo plano, no se puede considerar como un personaje secundario en la fotografía, al contrario, adquiere tanto protagonismo como el que tienen ellas. 


Los vestidos y la elegancia de las jóvenes contrastan con la pobreza de la camiseta y el pantalón del vendedor ambulante. Ellas se han quitado los zapatos que aparecen al fondo de la foto, mientras que el niño vive descalzo. Ellas disfrutan del privilegio de tener un fotógrafo que las retrate, él se ha apuntado a la fiesta sin pedir permiso y como un polizonte se asoma al encuadre con ese gesto descarado tan característico de los niños formados en la universidad de la calle. 


Por un instante, el vendedor se olvida del oficio y de su condición social y aparca  sus obligaciones para unirse al grupo. Y lo hace posando, cruzando las piernas y colocándose la mano que tiene libre sobre la cintura para adoptar una postura más interesante. 



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