El contable de la fábrica de azufre

Andrés Rodríguez hizo la guerra con el ejército de la República

Eduardo de Vicente
07:00 • 14 jun. 2021

De niño ayudaba en misa a don Francisco Samper, el párroco de Rioja, un cura sencillo que no abusaba de la retórica ni utilizaba los sermones para repartir temores; disfrutaba echándole una mano a aquel sacerdote bondadoso que siempre tenía un gesto amable para los niños. Aquellos años de monaguillo lo marcaron espiritualmente. Desde entonces alimentó una fe profunda que a lo largo de su vida le ayudó a llevar con naturalidad y entereza los momentos complicados.



Andrés Rodríguez Escoriza fue el quinto de seis hermanos. Nació en el otoño de 1919 en el pueblo de Rioja. Su padre, Francisco Rodríguez Molina, había sido emigrante en Argelia, pero regresó y con el dinero ahorrado se compró una casa y alquiló un carro con mulas para dedicarse al transporte. Servía frutas y hortalizas de la vega del Andarax a la Plaza del Mercado de Almería. Salía de noche para poder llegar a la alhóndiga a las seis de la mañana, atravesando caminos de tierra y ramblas. Cuando llovía más de la cuenta y el río bajaba con agua, se quedaba aislado durante horas esperando que la tormenta escampara.



Andrés tuvo una infancia tranquila. A los cinco años su madre, Josefa Escoriza,  lo llevó a la escuela privada del maestro don Manuel Sánchez, donde aprendió las primeras letras. Allí permaneció hasta que tuvo la edad para ingresar en el colegio público de Rioja, donde fue alumno de don Antonio de Vázquez Barea, un extraordinario pedagogo que además de enseñar a los niños las lecciones básicas de lenguaje y aritmética, les inculcó el amor a la pintura y a la música.



De aquellos años siempre conservó en su memoria, como si lo estuviera viviendo delante de sus ojos, el día que se proclamó la II República. Era martes y los gritos de fiesta que inundaban las calles del pueblo lo sacaron de la escuela. Contaba que los jornaleros hicieron fiesta y que un grupo de unos cincuenta jóvenes salió en procesión desde la plaza de Rioja hasta Tabernas, guiado por la bandera republicana. Él era uno de aquellos exaltados, que se  sumó al festejo aunque no tenía ni vocación ni tendencia política alguna.



Con dieciséis años, cuando dejó la escuela, empezó a colaborar en la emisora que Radio Almería tenía en la calle Arapiles. Por mediación  de Juan Núñez, un amigo de la familia que trabajaba en la radio, consiguió un empleo donde no ganó mucho dinero, pero le sirvió para aprender a manejar aquellos rudimentarios controles. 



Estos conocimientos técnicos le sirvieron después para eludir ser carne de cañón en el frente durante la guerra civil. Ingresó en el ejército republicano con dieciocho años y fue trasladado a Villarreal, donde realizó el curso de técnico de transmisiones. Su primer destino fue en el pirineo leridano, con una compañía de guardias de asalto. Allí estuvo a salvo de las balas y de la muerte, porque el frente estaba a varios kilómetros. Andrés y su destacamenteo se encargaban de que las transmisiones  funcionaran, a pesar de las precarias condiciones en las que trabajaban, agudizadas  por el frío. Desde la cabaña de ganado donde tenían instalada la emisora, escuchaban, en la lejanía del valle, las explosiones de las granadas y de los proyectiles que lanzaban los cañones, pero él hizo la guerra desde la distancia y jamás vio morir a un hombre. 



El día que terminó la guerra, pudo cruzar la frontera de Francia a tiempo. En 1940 regresó a Almería. Se presentó ante las autoridades militares y fue detenido por su vinculación con el ejército republicano.



Gracias a la mediación de Miguel Zea Marcos, alcalde de Rioja, pudo evitar la cárcel cuando su nombre formaba ya parte de las listas de ingreso en ‘El Ingenio’. Lo que no pudo eludir fue el castigo de la mili, los tres años de servicio militar que el régimen le regaló para ‘premiar’ sus servicios a la República. 


Una vez que cumplió con la patria y fue considerado un ciudadano normal, entró a trabajar en la fábrica de azufre de la Carretera de Granada, propiedad de los Romero Hermanos. Como sabía leer y escribir perfectamente y tenía conocimientos de aritmética, fue destinado como administrativo a la fábrica que la empresa tenía en la actual Avenida Cabo de Gata, cerca del Cable Inglés. Allí llegaba el oligisto, un preciado mineral procedente de las minas de Huécija,  que era sometetido a un exhaustivo proceso de limpieza y molido, antes de ser embarcado para los puertos del norte de España. 


Tras veinte años con la empresa Romero Hermanos, cambió de trabajo y entró a formar parte de la plantilla del laboratorio farmacéutico Rovi, cuyo delegado en Almería era José Oña. Allí fue visitador médico hasta que le llegó la jubilación en 1980. 


Con una parte del dinero ahorrado durante tantos años de trabajo, se pudo comprar una finca entre Pechina y Rioja, donde desde entonces pasó largas temporadas de recogimiento, entre la tierra y los naranjos que lo vieron crecer y le dieron de comer a su familia. 


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