El mundo de la fiesta juvenil ha cambiado tanto como si en vez de cincuenta años hubieran pasado dos siglos. Han cambiado los escenarios y también los tiempos, los horarios. Antes salíamos por la tarde y si no era feria o una fecha señalada, lo normal era que un adolescente estuviera en casa antes de las doce de la noche, en el mejor de los casos.
La fiesta de hoy empieza cuando antes nos recogíamos y su territorio natural es la madrugada. Los padres actuales tienen pocos recursos para ponerle límites a sus hijos, por lo que se les hace complicado frenar esa moda de recogerse al amanecer y pasarse el domingo entero en la cama.
La fiesta nocturna se ha convertido en un derecho inalienable y en una necesidad vital que los padres deben de respetar y costear, atendiendo al dicho de que “la vida son dos días y los niños tienen que disfrutar, que para eso son jóvenes, que ya trabajamos nosotros por ellos”.
El problema no se centra únicamente en que se pasen la madrugada de juerga, sino en que necesitan un presupuesto nada desdeñable para mantener el ritmo. Hoy es difícil encontrar a un joven que salga de fiesta con los bolsillos vacíos porque se quedaría fuera de contexto, completamente perdido, sin posibilidad de consumir que es el alma actual de la fiesta.
Los adolescentes de hace medio siglo sabíamos lo que era salir sin un duro en el bolsillo. Lo importante entonces no era el dinero que llevaras encima, sino poder salir y reunirte con la pandilla aunque solo fuera para sentarte en un banco del Paseo o dar vueltas por el Parque.
Las limitaciones le daban más valor a las salidas, las limitaciones que nos imponía nuestro escaso presupuesto y las limitaciones que exigía la familia a la hora de cumplir con el horario establecido. Si te pasabas, si llegabas más tarde de la hora reglamentada no salías al día siguiente y no tenías más remedio que cumplir con las normas porque la autoridad de los padres era incuestionable en la mayoría de las casas.
Existía entonces la tradición de la paga semanal, esa pequeña recompensa que los padres nos daban los sábados si el comportamiento había sido adecuado. Era una propina, lo justo para echar unas partidas al futbolín, comprarse unos cigarrillos a medias y sacar la entrada del cine el domingo por la tarde. Si eras ahorrativo hasta te podían sobrar unas cuantas monedas para comprarte un paquete de pipas calientes o tomarte una caña con los amigos.
Ir al cine era algo extraordinario, el lujo de los domingos y la ilusión de las noches de verano, cuando aspirábamos a que nos dejaran ir a una terraza con los amigos, al menos una vez a la semana. El lujo se convertía en ostentación si además del dinero para sacar la entrada podías contar con unos duros de sobra para comerter una bolsa de kikos y beberte un refresco de naranja.
Los cigarros eran a medias y a medias se organizaban las fiestas cuando no teníamos dinero para meternos en una discoteca. La solución era la autarquía, la austeridad absoluta de aquellas fiestas caseras que las pandillas organizaban en las cocheras o en la casa de alguna abuela que se había quedado vacía.
Las fiestas caseras se vivían durante toda la semana, el tiempo que duraba la organización. Había que preparar el local, había que convocar a las muchachas y había que recaudar la cantidad de dinero suficiente para comprar los refrescos, los frutos secos, las gominolas y las botellas de alcohol. Como el presupuesto solía ser escaso, nos conformábamos con poco y en vez de la famosa ginebra Larios, que estaba entonces de moda por los anuncios de televisión, nos apañábamos comprando en el supermercado su hermana pobre, la ginebra Lirios.
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