A muchos lectores que no se han licenciado en filología almeriense les parecerá malsonante el título de este artículo. No así a los aborígenes de nuestro sustentáculo telúrico donde la expresión está a las órdenes del día, en sus variantes y distinta gradación: cipote, cipotón, cipotico… No hay almeriense que se precie que, sin animus injuriandi, no suelte el calificativo unas cuantas veces al día al estar delante, personal o virtualmente, de un cipote, o sea de un torpe, zonzo, bobo, como lo anota el Diccionario de la RAE en su segunda acepción. La otra es lo que ustedes se imaginan.
No pocas veces he detectado a un paisano, aun sin conocerlo, cuando en algún lugar público ha sonado tan inconfundible palabro que es como si el autor mostrase su DNI. Me ha pasado incluso en el extranjero. En cierta ocasión, visitando Munich con motivo de los preparativos de los Juegos Olímpicos de 1972 (aquellos que terminaron en los atentados terroristas de Septiembre Negro) oí a un trabajador de las obras del estadio que le decía a su disipado compañero: “Que pares ya la hormigonera, cipote”, por lo que me dirigí a él preguntándole que de qué parte de Almería era. Naturalmente que lo era: era de la plaza Pavía.
Pero ninguna otra anécdota tan sabrosa como la que hace años contó en su tertulia un ilustre abogado, que había sido decano del Colegio y persona de gran prestigio. Había un caso menor en el Juzgado, pero pese a ello cierta expectación. Debutaba como letrado un joven recién licenciado y para tal ocasión habían acudido a la sala su padre y allegados, queriendo ser testigos de la actuación del niño al que con tantas fatigas familiares se le había dado carrera. El procesado estaba acusado de extraer gasolina de los coches aparcados en la calle y así iba llenando una damajuana para uso particular. Cogido infraganti y denunciado, la vista fue señalada y el padre del nuevo letrado defensor iba presumiendo de su hijo, legítimamente orgulloso, e invitando a los amigos para el día de la vista. El juicio no duró más de media hora. El fiscal pidió una multa equivalente al doble del precio de la gasolina sustraída, frente a lo que el acusado argumentó que no tenía mala intención y que como nunca extraía más de un chupetón con la gomilla el dueño del coche ni lo notaba y a él le hacía el avío para llenar el depósito de su motillo. Ante tan flagrante reconocimiento, nuestro joven letrado, sin escapatoria ante la petición de la fiscalía, exclamó dirigiéndose al juez: “Como habrá comprendido su señoría, mi cliente más que un delincuente es sencillamente un cipote”.
A un diputado almeriense en las Cortes de la Transición se le escapó la muy almeriense expresión en una comisión en la que se discutía el sempiterno problema del trasvase Tajo-Segura. Y como quiera que el presidente de la mesa le requirió para que la retirase, nuestro paisano ni corto ni perezoso pidió la palabra, pero para explicar detenidamente el genuino significado local del término y su uso tan corriente en Almería. Es de suponer que la exposición quedó registrada por los taquígrafos y que así constará en el diario de sesiones. Nada más y nada menos.
En su prolija argumentación, el dilecto diputado por nuestra circunscripción mencionó algunas otras ocasiones en las que en sede oficial se habían tomado por malsonantes términos de curso legal en las hablas castellanas, sin que en el ánimo de los oradores que las pronunciaban cupiese la menor intención de escandalizar a los presentes. Y relató lo sucedido en un Consejo de Ministros en 1873 siendo presidente de la I República Estanislao Figueras. Los interminables debates sobre la crisis que se había llevado por delante a Amadeo I de Saboya y alumbrado el cambio de régimen constitucional, hacían que aquellas reuniones del Gabinete se prolongasen hasta la madrugada sin que nadie pudiese sacar nada en claro. Cansado y convencido de que no habría acuerdo posible, el presidente Figueras mandó callar a los ministros y con toda solemnidad dijo: “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Dicho lo cual abandonó la sala. Y no solo la sala; a la mañana siguiente cogió el tren y se fue a Francia.
Tal expresión, como la de cipote, no puede sonar mal a nadie pronunciadas en el contexto descrito. Y es que hay muchas ocasiones en el debate político y en las tertulias de amigos en que la única manera de hacer entrar en razón a los acalorados polemistas es con una cierta salida de tono, tras la que se hace el silencio y la gente se pone a cavilar. Por ejemplo, todo almeriense está en su legítimo derecho de llamar cipote a quien se oponga a que las aguas del Tajo rieguen nuestras sedientas tierras. Y también se comprende que un portavoz en las Cortes pueda decir que “estamos hasta los cojones de todos nosotros” cuando el sentido común se estrella contra la cerril obcecación de ciertos políticos con o sin coleta.
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