No se sabe bien si la calle de San Miguel era un trozo de terreno que se le había escapado a la playa, o un callejón de la Avenida de Cabo de Gata que no terminaba de pertenecer a la ciudad.
La calle de San Miguel era un verso libre, un reino de taifas donde las leyes y los ruidos de la ciudad pasaban de largo. Vivía tan unida a la playa que languidecía con cada otoño y resucitaba todos los veranos con el olor de la cafetera de los Naveros, que reinaban en toda aquella manzana donde hasta la luna les pertenecía.
A finales de los años sesenta, la calle de San Miguel sobrevivía feliz en esa tierra de nadie en la que se había quedado aislada. Ya habían pasado los años felices del balneario y aquel intento postrero de recuperar los viejos laureles, que acabó chocando de frente contra las miserias de la posguerra.
El balneario había sido más el sueño de una noche de verano que un negocio rentable y a finales de los años sesenta ya formaba parte de la historia, como un recuerdo, como un espectro que proyectaba su sombra sobre las primeros bikinis de la playa.
El tiempo del balneario se había agotado y una nueva época se dibujaba todos los veranos sobre la arena de San Miguel. Lo único que permanecía intacto era la manzana de la familia Naveros, con su universo de casetas vacías y de solares sin edificar donde jugaban los niños a sus anchas, con aquella calle donde el viento de poniente obligaba a tener siempre a mano una rebeca cuando el sol se retiraba, y donde todas las noches, desde junio a septiembre, se volvían a escuchar los caballos de los indios y los besos de las parejas que se prometían amor eterno en la pantalla de la terraza de cine.
La terraza San Miguel sobrevivió al balneario y se fue convirtiendo en el símbolo de la calle, en la referencia principal para todo el que llegaba de fuera. Era un hermoso recinto que había empezado a funcionar en los años cincuenta y que a diferencia de los otros cines de verano de la ciudad, destacaba por sus amplias dependencias. Además de la estancia destinada a cine, tenía un espacio reservado con jardines, con una fuente central y dos grupos de pérgolas, que venía a ser como la antesala del patio de butacas.
Como todo sucedía en verano, la calle de San Miguel tenía dos caras distintas según la estación del año. Los inviernos eran dobles en aquel callejón, que parecía más oscuro cuando los vecinos dejaban de salir a las puertas, y mucho más frío cuando el aire del mar subía desafiante, dejando su rastro de humedad en cada casa.
La calle de San Miguel desaparecía del mapa en invierno, pero recuperaba todo su esplendor cuando los días se estiraban hasta el infinito y cuando los Naveros, un ejército de tíos y primos, empezaban a llegar para disfrutar de las vacaciones.
Aparecía el tío José Miguel, la tía Emilia y el primo Miguelito, que venían con ese blanco pálido de Madrid después de un año de libros y de noches de flexo.
Aparecía el tío Pedro Blanco, la tía Carmen Naveros y los primos Perico, Carmen, Miguel y Arturo. Aparecía Juan Naveros y Angelita con Miguel, Purichina y Marian. Lola Naveros y Diego con Carlina, Encarnita, Inma y Marcos, y Matilde Naveros con su marido Darío y sus hijos Miguel, María del Mar y Darío.
Cuando llegaban los de fuera se unían a la familia de José Contreras Naveros y a la de Juan Torres Guerrero, que vivían allí todo el año, y en ese momento el callejón de San Miguel se transformaba en la cubierta de un trasatlántico donde los vecinos hacían la vida en la calle, sentados en cómodas hamacas.
La acera de los Naveros parecía una biblioteca cuando al terminar su siesta reglamentaria José Miguel Naveros y Emilia, su mujer, se sentaban con un libro entre las manos. Era una hora tranquila, en la que el escritor aprovechaba que el bullicio estaba en la playa para aislarse del mundo a la sombra de una cafetera que nunca paraba de dar café.
El ambiente iba cambiando conforme iba cayendo la tarde. Con la fresca, se sacaban las sillas a la puerta y también las mesas, los botellines de cerveza y los aperitivos que precedían el momento supremo de la cena. En ningún otro lugar de Almería duraban tantos las noches como en la calle de San Miguel en los meses de verano. Cuando la terraza de cine cerraba sus puertas, la tertulia continuaba hasta la madrugada.
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