Siempre nos daba alegría volver, aunque la ausencia hubiera sido momentánea. Cuando veníamos de Granada después de ver al hermano mayor que estaba allí estudiando, sentíamos un impulso de felicidad primitivo, seguramente parecido al de los antiguos aventureros que regresaban a su tierra, cada vez que nos encontrábamos de frente, junto a la carretera, con el monolito de la mojaquera con la cesta que nos daba la bienvenida.
Cruzábamos por delante y en ese instante nos sentíamos en casa. El monolito nos invitaba a pasar para formar parte de nuevo de un paisaje que llevábamos tan metido en el alma que lo echábamos de menos después de haber disfrutado del verdor de Granada y de sus montañas nevadas.
El monolito de bienvenida nos abría de par en par las puertas de nuestros queridos cerros desnudos, del ocre bañado en fuego de las ramblas de Tabernas, del intenso azul que el mar, allá a los lejos sobre el horizonte, iba proyectando sobre el cielo a la caída de la tarde.
Aquel gran mural que la Diputación le encargó al artista Luis Cañadas para hacer patria en los puntos de entrada a la provincia, fue también el símbolo de una época que comenzó en los años sesenta cuando era necesario promocionar Almería para subir al tren del progreso que venía de la mano del turismo. El monolito nos gustaba porque en cierto modo aquellas casas geométricas del dibujo, unas encima de las otras, formaban parte de nuestra esencia urbana y nos recordaban a los barrios de nuestra infancia.
Y nos gustaba también porque la mujer que representaba no era solo la mojaquera de perfiles morunos que ensalzaron las voces autorizadas, sino aquellas otras mujeres de nuestra vida cotidiana con las que convivíamos a diario en las puertas de nuestras casas. La mujer del monolito, con la cesta en el brazo y el pañuelo en la cabeza, me recordaba a las vendedoras de pescado que por las mañanas iban voceando su mercancía de puerta en puerta.
El mural de Luis Cañadas llegó a convertirse en un heraldo provincial que recibía a propios y extraños con los brazos abiertos, tal vez en desagravio por la tortura que había que sufrir para llegar a Almería.
Más de una vez, cuando pasábamos por delante del monolito, parábamos para verlo de cerca y de paso estirar las piernas y expulsar las aguas menores.Había que estirar las piernas y ventilar la cabeza porque las curvas nos dejaban adormecidos, mareados, en manos de aquellas pastillas que nos acompañaban en cada viaje. No teníamos ni una sola carretera en buenas condiciones.
La peor era la de Málaga porque el Cañarete era peligroso y agotador y porque más allá de Adra las curvas te dejaban sin aliento. Se decía entonces que la de Murcia era más transitable porque tenía menos curvas y que si para ir a Granada echabas por Gérgal tardabas más, pero te ahorrabas las temidas curvas del Ricaveral.
El Ricaveral era de verdad el camino más corto, el más directo, pero en muchos tramos representaba una tortura debido a los 15 kilómetros de carretera infernal, con innumerables vueltas y revueltas que convertían el coche en un barco en manos de las olas en un día de temporal.
Una curva a la derecha, y después otra a la izquierda, y el coche que se doblaba y los que íbamos dentro rezábamos para que el mal trago pasara cuanto antes. Para muchos de nosotros, el Ricaveral vino a ser el fantasma de nuestra infancia, un temor que nos metía el miedo en el cuerpo nada más escuchar su nombre, o cuando estando a punto de entrar en sus curvas nuestros padres nos advertían: “que vamos a llegar al Ricaveral’.
Llegábamos a la temida carretera con la excitación del viaje metida en el estómago, y salíamos de ella con el desayuno en la boca. En 1967 trataron de humanizar aquel tramo que parecía sacado de una pesadilla y plantaron pinos por las laderas y los llanos, pero la repoblación forestal, que fue un éxito, no suavizó ni una sola de las curvas y el Ricaveral siguió siendo tan angustioso aunque con mejores vistas.
Si el trayecto se hacía insoportable, que era casi siempre, lo habitual era hacer una parada para descansar. Allí, perdidos en medio de los cerros, con la silueta tenebrosa de aquella pista amenazando nuestro viaje, aprovechábamos el alto para bajarnos los pantalones y aliviar la carga de la vejiga y para echarnos algo al estómago que se nos había quedado aletargado de tanto baile. Como el viaje se nos hacía tan largo, entre tres y cuatro horas, nuestras madres echaban siempre una cesta con comida; después, cuando veníamos de vuelta, la merienda la festejábamos con el pan de Guadix que era obligatorio.
A primera hora de la mañana, en aquellos domingos de los últimos años sesenta, el Ricaveral nos parecía una carretera fantasma como los paisajes de la luna que veíamos por televisión.
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