El maestro Pepe Luís Vázquez, a sus 90 años, recordaba con emoción la plaza de toros de Almería y tenía en su mente la impresión que le produjo el redondel, al iniciar el paseíllo en la Feria de 1943, con sus mantones de Manila y su algarabía en los tendidos. Es una imagen que conservan todos los toreros que se han anunciado en nuestro coso a lo largo de más de 125 años de historia.
También Juan Antonio Ruiz Espartaco me relató sus mejores tardes en Almería, pese al parón de la merienda que a ningún matador y sus cuadrillas terminaba de convencerles. Y fue una de esas tardes, en la Feria de 1989, cuando el diestro de Espartinas tuvo la atención de brindarme un toro, instante que recogió a duras penas el bueno de Julio Araez, tan buen fotógrafo como persona. Lo que no sabe Espartaco es la anécdota que antecedió al brindis, que es como sigue.
El apoderado del torero me había avisado de que Juan Antonio tenía la intención de brindarme un toro, aunque los aficionados sabemos que el maestro lo decide en función del comportamiento del astado en el primer tercio de la lidia. En primera fila de barrera, unas cuantas localidades antes de la que yo ocupaba, estaba sentada Lola Hernández Amat, popularmente conocida como Lola de Almería. Espartaco recogió los trastos y montera en mano inició el recorrido para cumplir con el rito. Pero alguien inadvertidamente debió susurrarle a Lola que el matador venía buscándola, momento en que ella se puso de pie esperando el brindis. Pero Juan Antonio la sobrepasó y se detuvo delante de donde yo me encontraba e hizo el ritual que tanto le agradecí como veterano que soy en la afición a los toros.
Pobre Lola, pensé, qué mal rato ha debido pasar. Al final del festejo me acerqué a saludarla, y me la volví a encontrar al mes siguiente en la goyesca de Ronda donde le dije que más que yo el brindis lo hubiese merecido ella. Era una mujer muy guapa que cada Feria sorprendía al respetable con sus modelos de faralaes y sus llegadas a la plaza en coche de caballo. Años después supe que había muerto cuando la eché en falta en los tendidos una tarde de Feria.
Esta manera tan nuestra de celebrar el rito ancestral de la corrida de toros, la elegancia de nuestra plaza más que centenaria y su excelente conservación gracias a los cuidados de Manolo Cuesta González, llama la atención en el mundillo taurino, porque aquí se ha sabido preservar la tradición como en ninguna parte y tanto la costumbre de la merienda como la vistosa presentación del ruedo engalanado con numerosos mantones de Manila son singulares en España, donde cada ciudad y cada pueblo lo hace a su manera.
En muchas familias se iba ahorrando poco a poco para los abonos de los toros. En mi casa se guardaban en una lata de galletas las monedas de cien pesetas, hasta completar la tarifa del palco de ocho entradas que teníamos abonado desde los años veinte. En el largo ciclo de esplendor taurino en Almería, años sesenta en adelante, la Feria era un negocio redondo para la Casa Chopera que vendía prácticamente la totalidad del aforo (9.800 localidades) en las taquillas del Café Español y más tarde en la calle Ayala. Nunca supe en tantos años de ningún movimiento antitaurino.
A finales de los setenta empezó a venir a hacer la Feria de Almería el inolvidable crítico Vicente Zabala, de cuya compañía he disfrutado no pocas tardes de toros. Era tal el conocimiento y la sabiduría de Vicentón, como le llamábamos familiarmente, que anticipaba las reacciones del animal y en voz baja determinaba lo que debía hacer el torero para lucirse o para evitar la cornada. Era un verdadero prodigio, además de su categoría como periodista y, sobre todas las cosas, como amigo. Cierto es que la situación en el Norte era inquietante y más de una vez estuvo señalado desde los tendidos, sobre todo en Bilbao y en Pamplona, por los abertzales que iban tomando las plazas en aquellos años de plomo. “Vente a Almería”, le dije un día que había sido amenazado con todas las de la ley. Y desde entonces hasta su trágica muerte en accidente de avión, no dejó de venir a nuestra Feria. En la hemeroteca están sus magistrales crónicas que dieron relieve en toda España a nuestro ciclo taurino de agosto.
Uno de aquellos años debutaba por la noche en el Cervantes la gran María José Cantudo, y para allá nos fuimos Vicente y yo después de los toros. El caso es que nos entretuvimos picando algo en El Quinto Toro y cuando llegamos al teatro había empezado la función totalmente abarrotada de público, por lo que no había otros asientos que los del palquito de proscenio donde nos instalamos procurando no distraer a María José que estaba en plena actuación. Pero debió vernos y al dirigirse con los gestos a nosotros nos echaron encima el cañón de luz y quedamos en exposición ante el público mientras la vedete nos dirigía unas cariñosas palabras de bienvenida.
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