No han levantado cabeza desde que en los años noventa toda esta manzana próxima a la calle Real se vio afectada por aquel fenómeno juvenil que entonces se llamó ‘la marcha’ de los fines de semana. La presencia de los bares nocturnos convirtió las calles más estrechas en urinarios y los vecinos se vieron impotentes para frenar la avalancha de juerga y de orines. Era una batalla semanal, una lucha desigual entre los vecinos que querían proteger su descanso y la dignidad de sus viviendas y la ‘movida’ juvenil que no respetaba ni la antiguedad de las fachadas ni las recomendaciones de la policía que no podía frenar aquel aluvión de los sábados por la noche que terminaba con todas las esquinas del barrio empapadas.
Por aquellos años, la calle de Solis ya se había quedado sin negocios. El último había sido la tapicería de la familia Marín Lupión, que durante décadas había habitado en la conocida popularmente como casa de los leones, antigua vivienda del conde de Torres Marín. Cuando la cerraron, el lugar se quedó sin ningún comercio y con el estigma de los botellones semanales.
Fue a comienzos de la década del 2000 cuando el empresario Pedro Beloki se fijo en el palacio y quiso rescatarlo del olvido promoviendo su rehabilitación y su ampliación, añadiéndole un piso más. En julio de 2002 empezó a funcionar en el local de la vieja tapicería el restaurante Espronceda, que trató de utilizar el encanto del edificio y la historia de aquel rincón de la ciudad para hacer carrera. El proyecto no cuajó, tal vez porque esa manzana estaba salpicada por la fama de las juergas nocturnas o quizá porque su oferta gastronómica no supo llegar al público. Por una cosa o por otra, el ambicioso proyecto del restaurante Espronceda fue flor de un día y cinco años después de su inauguración ya había pasado a ser historia.
Hubo otro intento por recuperar el negocio con una pizzería que tampoco llegó a cuajar, cerrando poco después de su apertura. Nadie ha vuelto a intentarlo y la calle de Solis sigue apagada sin esa fuerza que le podría dar un negocio con prestigio.
Atrás quedan los años dorados. En los años sesenta, la calle de Solis llegó a tener setenta y cinco vecinos, con todas sus viviendas ocupadas. La casa más importante, porque se trataba de un palacio y porque era la que más habitantes tenía, era la de los leones, la morada de los Marín, por la que pasaron varias generaciones de la misma familia.
La casa de los Marín empezaba en el taller y se ordenaba alrededor de un hermoso patio central con cuatro columnas de piedra rematadas por arcos. Era un edificio profundo que llegaba a través de un segundo patio y una puerta trasera hasta la calle de Braulio Moreno. Tenía un viejo aljibe que almacenaba el agua que iba recogiendo del terrado y un espacio destinado a lavadero compuesto por pilas de piedra y establos para criar animales. La fórmula de cuatro familias ocupando un mismo espacio sobrevivió el tiempo que cada familia tardó en ir progresando. El último inquilino de la saga de los Marín acabó vendiéndole el edificio a Pedro Beloki para que pusiera el restaurante Espronceda.
Fueron años de reforma que coincidieron con la rehabilitación del edificio con el que lindaba, otro viejo caserón que fue completamente remodelado para acoger una casa de citas que como casi todos los negocios de aquel rincón, también tuvo una efímera existencia.
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