Los que iban nadando hasta la boya

En las pandillas tenía más prestigio el valiente que el que sacaba las mejores notas

En la playa de las Almadrabillas, cerca de los hierros del cargadero, aparecía la primera boya que tanto gustaba alcanzar a los adolescentes.
En la playa de las Almadrabillas, cerca de los hierros del cargadero, aparecía la primera boya que tanto gustaba alcanzar a los adolescentes.
Eduardo de Vicente
01:17 • 20 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 20 ago. 2021

De lejos, parecía un animal varado, balanceándose al compás que le marcaban las olas. Estaba allí, más allá del cargadero, mostrando sus vientre redondo y oxidado donde las conchas marinas habían ido dejando su huella. Estaba siempre esperándonos, pendiente de que llegara un grupo de jóvenes atrevidos a conquistarla. 



Era la boya de las Almadrabillas, lejana, solitaria y desafiante, siempre expuesta a que un temporal de poniente la medio borrara del mapa. La boya fue un lugar con un halo mitológico para los jóvenes, un destino alejado y lleno de peligros al que sólo llegaban nadando los más valientes. Los que llegaban nadando a la boya adquirían un prestigio en la pandilla; era mucho más valorado entre los adolescentes el osado que alcanzaba la boya de un tirón que el que llevaba el boletín del instituto lleno de sobresalientes.



En aquellos tiempos la playa oficial de la ciudad era las Almadrabillas, más cercana que la de San Miguel, más abierta a la multitud y a todas las clases sociales. Era además la playa que ofrecía más posibilidades de diversión y el atractivo del riesgo. Contaba con dos boyas, la primera que era la más próxima, y la segunda que era la última señal antes de encarar la ruta del faro. 



Los aventureros tenían su paraíso asegurado en las Almadrabillas. Además del reto de las boyas los jóvenes podían disfrutar del riesgo que suponía escalar por los hierros del cable del mineral y lanzarse al agua desde las alturas, una hazaña que tenía el atractivo añadido de lo prohibido. Tirarse del cargadero no estaba permitido y siempre había un guarda que estaba al acecho para evitar las escaramuzas de los muchachos. Tampoco se podían practicar el baño en las inmediaciones del cable, en las zonas frecuentadas por los barcos que venían a llevarse el mineral.



Entre las pandillas de valientes de la época no había una gesta más valorada que tirarse de púa desde lo más alto del cable, poniendo en juego una mezcla de habilidad y coraje que le daban al elegido el estatus de héroe local. Cuando alguien se clavaba en el mar de cabeza desde la azotea del cargadero, la hazaña no tardaba en dar la vuelta a la ciudad y su prestigio era tan valorado como el de los mejores boxeadores que aparecían en los barrios o como el que ganaba las carreras de ciclismo de la Feria.



Si lanzarse desde las alturas era la mayor prueba de valentía que se podía practicar en la playa, llegar nadando hasta la boya significaba la mejor demostración de fuerza y resistencia. Uno podía ser muy intrépido, pero si no dominaba la técnica de la natación jamás podía alcanzar la boya. Había una forma más directa y menos arriesgada de salir de los límites de la playa. Los domingos de la posguerra estaban llenos de barqueros que desde la escalinata real daban paseos en bote hasta la frontera del Faro pasando por las boyas. Era un método muy utilizado por las familias y por las parejas de novios, pero no tenían ningún aliciente para los valientes nadadores que competían entre los barrios por ser los más osados. 



Algunos inscribieron sus nombres en la mitología popular de la época; fue muy nombrado ‘el Tamayo’, José Tamayo Moya, que le sobraban las fuerzas para dejar atrás las dos boyas y atreverse con las aguas del Faro. A su altura estaba también José Rodríguez Ruiz, más conocido como Pepillo ‘el guardabarrera’, que estaba considerado como uno de los grandes nadadores de Almería y para que el que llegar hasta la boya era un juego de niños. Cuenta que era habitual, al menos entre los que formaban su pandilla de amigos, alcanzar la primera boya y meterse debajo a coger los mejillones que estaban pegados a los hierros.



Entre las leyendas que dejó las incursiones a la boya destaca la de un pequeño héroe al que apodaban el Pigüe, que cuando se apropiaba de una bicicleta que no era suya se la llevaba nadando hasta la primera boya y allí la amarraba para que nadie se la pudiera quitar.


Si la primera boya era un objetivo para los aspirantes a valientes, la segunda tenía el misterio de los lugares remotos llenos de peligros. Llegar hasta allí era como asomarse al fin del mundo, acariciar ese sentimiento mitad miedo y mitad placer que proporcionaba jugársela a solas con el mar, en un rincón donde no llegaban los ecos de la ciudad, donde un simple calambre o tragar agua podía significar la muerte. En los años sesenta el ayuntamiento ordenó que se prohibiera pasar nadando más allá de la primera boya, como también prohibió a los bañistas que utilizaran la playa pequeña del mineral porque estaba contaminada y porque el fondo estaba lleno de hoyos que causaron más de un susto.


Fue entonces cuando se puso de moda el espigón del Cable Francés, donde los muchachos se lanzaban al mar utilizando las palas de carga que allí existían.


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