La iluminación extraordinaria era lo que más animaba la feria, la señal más evidente de que estábamos en fiestas y un termómetro que medía el estado de las arcas municipales: cuántas más luces montaban más boyante estaba ese año la economía.
En los años más difíciles de la posguerra, cuando la luz a diario llegó a ser un artículo de lujo, las bombillas de la feria se convertían en una de las grandes atracciones y la gente, cuando volvía a sus casas después de una noche de fiesta, iba contando la calidad del alumbrado. Aunque las posibilidades reales fueran escasas, las autoridades siempre procuraban que no se notara demasiado la pobreza y no dudaban en hacer un esfuerzo contratando más luces de la que realmente podían pagar, aunque tuvieran que afrontar después la factura con la Casa Segado en varios plazos.
Para la feria de 1946 el ayuntamiento hizo un esfuerzo ampliando la iluminación hasta el Parque en tiempos de fuertes restricciones. En una época en la que se iba la luz con frecuencia en las casas y en las calles, aumentar el alumbrado en el recinto ferial era un gran acontecimiento en la ciudad. Ese año se mejoró el alumbrado del Paseo, de la Plaza Circular y el de la calle Reina Regente, y se pusieron bombillas de colores por el Parque Nuevo hasta la altura de la calle Real. El Real de la Feria empezaba en el Paseo y llegaba hasta la explanada del andén de costa, donde se distribuían las humildes casetas y las escasas atracciones que entonces acudían. Abundaban los puestos ambulantes de almendras garrapiñadas y chufas, y los tenderetes de turrón. No faltaban ni el muchacho del botijo del agua fresca que vendía los tragos a perra gorda ni el puesto itinerante del heladero.
Uno de los grandes espectáculos de aquella feria fue la presencia del motorista de la muerte, también conocido como el hombre-moto, que desafiaba las leyes de la gravedad dando vueltas a toda velocidad por una pared circular. Más asombroso todavía era el número de la cabeza parlante, instalado en una pequeña caseta escasamente iluminada, donde una cabeza de mujer sobresalía del tablón de una mesa de camilla. Por el efecto óptico que se creaba mediante un espejo colocado de forma vertical, daba la impresión de que la cabeza carecía de cuerpo y gravitaba en el aire mientras respondía a las preguntas del respetable. Uno de aquellos años de posguerra se montó una atracción que tuvo mucha aceptación entre el público. Se llamaba el Museo de Joselito y consistía en algo parecido a un teatrillo en el que se representaba la muerte del famoso diestro sevillano de principios del siglo veinte que falleció mientras toreaba en Talavera de la Reina.
Las primeras ferias de posguerra eran también las de los bailes de sociedad en las verbenas que cada noche se celebraban en la terraza del Tiro Nacional, y los bailes de lujo que se organizaban en el Casino, exclusivos de la alta sociedad. En 1946 la organización de Educación y Descanso instaló una caseta para bailes en la Terraza Apolo, un anchurón estratégico que estaba situado en la esquina de la calle Reina Regente y el Parque, en el solar donde veinte años después empezó a construirse el Gran Hotel Almería. La Terraza Apolo se convirtió entonces en el gran centro lúdico de la ciudad, donde iban los jóvenes a patinar, a jugar al baloncesto y a ver combates de boxeo y películas de cine en verano.
En aquella época las tómbolas eran uno de los grandes alicientes de la Feria de Almería porque ofrecían a la gente la posibilidad de obtener un premio decente por una pequeña inversión que no superaba el precio de una peseta. Uno año apareció por la ciudad la tómbola del hombre de los pollos. Era una especie de barraca que olía a corral, cargada con jaulas de madera llenas de pollos saltarines. Fue una novedad para el público, que acudía en masa a la rifa en busca del ansiado trofeo.
Para las familias humildes llevarse un pollo a su casa en tiempos donde se pasaba hambre, era un triunfo importante. Muchos de los que vivieron aquel acontecimiento, recuerdan todavía la curiosa imagen de las parejas de novios, vestidas con las mejoras ropas que tenían, caminando por en medio del Paseo con un pollo de la mano.
El éxito fue tan rotundo que hasta la popular tómbola de la Caridad, patrocinada por el Obispado, llegó a rifar pollos vivos en la Feria de 1950: “Radios, bicicletas y hermosos pollos, por una peseta en la tómbola de la Caridad”, decía en su anuncio de presentación en el periódico Yugo.
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