A muchos de los que suben ahora a San Cristóbal a mirar la ciudad desde arriba, les cuesta creer que en ese descampado que se derrama cuesta abajo desde las escalinatas del Corazón de Jesús hubo un barrio colgado del cerro.
Es difícil entender que en aquel terreno tan irregular y pedregoso, asomado al precipicio, vivieron cientos de vecinos que convirtieron aquel laberinto de cuestas de tierra y casas humildes en uno de los barrios más populares de la ciudad que lejos de esconder sus miserias las mostraba desde aquel balcón privilegiado.
Para descubrir la pobreza de la Chanca y sus cuevas había que ir allí y pisar de cerca el terreno. Sin embargo, para conocer las penurias de San Cristóbal era suficiente con levantar la mirada desde la Puerta de Purchena o desde cualquier rincón del casco histórico. Los viajeros que llegaban en barco al puerto, lo primero que veían antes de desembarcar, era la grandeza de la Alcazaba y sus murallas, la imagen del Corazón de Jesús dándoles la bienvenida y las casillas de San Cristobal precipitándose entre las piedras y las pencas.
Desde la distancia, las casas del arrabal parecían dados que habían quedado esparcidos sin orden sobre la ladera del cerro. Componían un suburbio en el mejor escenario de la ciudad, en un balcón que podría haber sido el mirador natural de Almería hace ya muchos años.
Los niños que vivíamos cerca del Ayuntamiento conocíamos bien los secretos del barrio de San Cristóbal. Era un lugar que teníamos vetado. Nuestras madres no nos dejaban adentrarnos en aquellas cuestas que no gozaban de buena fama y solo nos llevaban cuando en el mes de mayo tenían que subir a cumplir con alguna promesa.
Tal vez había demasiada pobreza derramada por sus calles para que nosotros, los niños de la incipiente clase media, descubriéramos la cruda realidad. Lo que no sabían ellas es que los niños íbamos al Santo sin permiso, que era como más nos gustaba. Nos saltábamos las normas, nos pasábamos los consejos por el forro de nuestros caprichos y nos mezclábamos con el polvo de aquellos callejones donde todavía había casas que no conocían el adelanto del váter o el lujo de una ducha en el patio.
A veces, desde las azoteas de nuestras casas, jugábamos a mirar a través de unos prismáticos para descubrir a algún vecino del Cerro de San Cristóbal haciendo sus necesidades entre dos matas de chumbos. La vida se desarrollaba al aire libre allí arriba. Las casas no tenían comodidades, eran viviendas de un par de habitaciones donde las familias convivían hacinadas y no les quedaba otro recurso que el de la calle para sentirse libres.
Los últimos gallineros y las últimas cajoneras de conejos los vimos en el barrio de San Cristóbal. Allí reinaban los palomeros que todas las tardes echaban a volar por el cielo raso sus tesoros de alas pintadas , y allí se refugiaban los niños que no iban al colegio y correteaban a todas horas por las cuestas empinadas como galgos de la pobreza.
En los años setenta, la luz se iba con frecuencia en el barrio y el agua faltaba en la mayoría de las casas. Recuerdo la imagen de las madres lavando a sus hijos en barreños en la puertas de las casas y la estampa de otro siglo de una mujer hurgando en la cabeza de un niño para desparasitarlo. Como faltaba el agua en las viviendas había que ir a buscarla fuera. San Cristóbal tenía entonces tres grifos, entre ellos, el popular caño de la calle Mirasol, que abastecía también a los vecinos al norte de la Plaza de Marín. San Cristóbal tenía sus negocios, el más importante, la tienda de ‘el Palo’, en la subida principal, donde coincidían los vecinos del cerro con los de la zona de Duimovich y Antonio Vico.
Había un bar, el de Domingo el tuerto y una tienda, la de Rosita, al lado del cañillo de la calle Mirasol, que abastecía de chicles y caramelos a todo el barrio.
Una vez al año, el primer sábado de feria, el arrabal de San Cristóbal se iluminaba a las doce de la noche cuando encendían el castillo de fuegos artificiales. Bajo la luz de los cohetes el barrio disimulaba sus miserias.
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