En la pared del patio, colgado de una alcayata, descansaba aquel viejo barreño de zinc que para muchos de nosotros era un potro de tortura, el símbolo del castigo que significaba lavarse. Estaba allí, vigilándonos, esperando a que llegara el momento de entrar en acción, mano a mano con los cazos de agua que las madres iban calentando en la lumbre para que no cogiéramos frío. Lavarse en un barreño fue un ritual que estuvo presente en las casas hasta hace medio siglo, cuando el adelanto de la ducha y de la bañera acabó llegando a todos los hogares, incluso a las casas de los más humildes.
El barreño de zinc era uno más de la familia. En mi casa teníamos uno que había sobrevivido a varias generaciones. Recibió el cuerpo desnudo e indefenso de mi hermano mayor y casi veinte años después el del menor de la casa. Era indestructible: resistía la humedad del patio y la erosión del sol del verano, cuando las lagartijas bajaban desde las alturas buscando la sombra que proyectaba en la pared.
Sobrevivió a la lluvia de los otoños, cuando el sonido de las gotas de agua retumbaba en su vientre brillante, y sobrevivió a los niños que jugábamos con el barreño a tocar el tambor y a las batallas navales con las pinzas de la ropa.
Una de las primeras sensaciones de miedo que recuerdo está ligada a aquel barreño de zinc, cuando mi madre lo descolgaba y empezaba a llenarlo de agua, cuando llegaba ese instante en el que tiritando de frío te sumergías en el barreño para recibir la ceremonia de la purificación del cuerpo y del alma, porque cuando te echaban diez o doce cazos de agua por la cabeza era como si volvieras a la pila bautismal.
Después, cuando tuvimos conciencia absoluta de lo que representaba el barreño, le temíamos como a una vara verde, porque suponía el peor momento de la semana. Los días de diario era suficiente con lavarse la cara y las manos, pero cuando llegaba el fin de semana había que limpiar el cuerpo entero y pasar por la tortura del barreño del patio.
Nos parecía un océano porque nos sentíamos indefensos entre el frío inicial y la lluvia de cazos de agua caliente que como una tormenta se precipitaba sobre nuestras cabezas dejándonos un regusto de jabón en la boca y un escozor insoportable en los ojos. La ceremonia terminaba cuando nos lavaban los pies, a veces con el agua sobrante del cuerpo, nos echaban colonia y nos vestían de domingo.
El ritual del lavado en el barreño se solía compartir en determinados momentos con las vecinas. Era habitual, al menos entre las mujeres de mi barrio, que en los veranos se sacara el barreño lleno de agua a la puerta de la casa para que el sol lo fuera calentando lentamente. Había muchas madres que nos regalaban la ceremonia del lavado de su hijo como si fuera un gran acontecimiento y siempre se juntaban varias vecinas para echar una mano y para recordarnos lo “hermosa” que se estaba criando la criatura.
Aquella mística de lavarse en un barreño empezaba siempre con la misma escena, la del niño llorando como si le estuviera cayendo encima el diluvio universal.
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