La vega, para los que vivíamos en la capital, era un lugar remoto que olía a estiércol y a tomates por el que pasábamos de largo cuando nos llevaban a ver el río recién salido después de una tormenta.
Mi padre iba a la vega en bicicleta a por verduras y a por huevos y cuando de regreso lo veíamos aparecer por un extremo de la calle salíamos a recibirlo como si volviera de un largo viaje.
La vega nos quedaba tan lejos que cuando en alguno de aquellos desafios que organizábamos entre barrios con una pelota de por medio nos enfrentábamos a un equipo de niños de la vega nos parecían extranjeros al lado nuestro: dominaban unas palabras que nos eran ajenas y estaban tan tostados por el sol y por el viento como las cañas que protegían sus huertos.
Los niños que habitaban en la vega disponían de una libertad que no podíamos tener nosotros en la capital: jugaban entre los cañizos sin reloj y sin miedo; se subían a los árboles conociendo el nombre del pájaro que acababa de poner el nido; se bañaban en las balsas entre las ranas y se tostaban en sus muros, y corrían por las veredas sin temor a que un coche o una moto los atropellara.
A nosotros, los niños de ciudad, nuestras madres nos repetían continuamente cada vez que salíamos de la casa aquella advertencia que nos recordaba que teníamos que mirar para un lado y para otro de la calle antes de cruzar y que tuviéramos mucho cuidado con los coches y también con los oportunistas que se acercaran ofreciéndonos un caramelo.
Nosotros teníamos que sobrevivir en un escenario hostil, mientras que los niños de la vega tenían todo el campo y todo el cielo para ellos y algunos, los que vivían cerca de la playa, disponían del mar como si fuera el salón de estar de sus casas. Nos unía un mismo destino: la escuela. También ellos tenían que sufrir ese calvario diario del colegio. Qué contraste dejar la libertad de la naturaleza y del cortijo para encerrarse entre las cuatro paredes de un colegio.
Los niños de la vega iban al Caudillo Franco, al Romualdo de Toledo, al San Gabriel y en los años setenta al Azcona, que fue el colegio de la Transición. Algunos, los que vivían en las Peñicas de Clemente, acudían a una pequeña escuela que estuvo funcionando junto a las casas de Gachas Colorás, cerca del Matadero.
De todos aquellos centros educativos, el más ligado a la vida de la vega fue el Caudillo Franco, que empezó a construirse en 1943. Ocupaba un amplio solar ganado a la vega, con entrada por la calle Carmencita Franco y fachada a la calle Tejar. En los primeros años de funcionamiento, la zona era un arrabal en construcción en permanente crecimiento, donde las boqueras y los restos de las huertas convivían con los cimientos de los nuevos edificios.
En los primeros años de vida, el grupo escolar fue el típico colegio de posguerra, donde además de las enseñanzas propias de cada materia a los niños se les instruía en la ideología del nuevo régimen. Allí se constituyó la centuria infantil Pinzón y allí, todas las tardes, cuando empezaba a declinar el día, los niños cantaban en el patio el himno del Cara al Sol.
Los niños de la vega conocían los secretos de los árboles, de los matorrales y de los hormigueros y por Navidad se sabían de memoria todo el inventario que era necesario para la matanza.
Las matanzas encerraban un mundo en sí mismas: abastecían de carne y embutidos las despensas para todo el año y además servían como ceremonia de unión en las familias. Había parientes que sólo se reunían en los días de la matanza, en las bodas o cuando había que lamentar una muerte. En las semanas previas había que preparar los avíos y los hombres se acercaban a Almería a por las especias que entonces se adquirían en dos comercios fundamentales: Casa Blanes en la calle Obispo Orberá y en la tienda de la Fama, frente a la puerta principal del Mercado Central.
Durante varios días, el perfume natural de la verdura y de los establos se mezclaba con el de los embutidos recién hechos, que se colgaban como trofeos en las cañas que se colocaban en el sitio con menos humedad de la casa para que duraran todo el año.
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