A finales del siglo XIX la Alcazaba tenía el aspecto de un castillo vencido, con sus muros desmoronados más por el abandono y por la mano del hombre que por el efecto del paso del tiempo.
Las cuevas habitadas por la miseria llegaban hasta los pies del cerro y hasta en el interior del monumento se llegaron a instalar varias familias aprovechando los edificios con techo. Se podía penetrar en su interior sin ningún esfuerzo, pues había lienzos de la muralla que estaban completamente derruidos, facilitando que cualquiera pudiera entrar y campar a sus anchas. La puerta de entrada solo servía de adorno y dentro no existía ni vigilancia ni ninguna forma de mantenimiento.
Un artículo aparecido a finales del año 1891 en el periódico La Crónica Meridional, refleja fielmente cuál era el verdadero estado en el que se encontraba el recinto: “Construcción en ruinas, sembrada de malezas y peñascos, sin artesonados ni pinturas, sin butacas mecedoras ni divanes, sin ninguno de aquellos elementos propios e indispensables del arte. Construcción donde falta la vida y la muerte impera, pero que sigue siendo un lugar lleno de recuerdos para todos los espíritus que aman la tradición y ven en sus muros quebrantados y en sus peñas arrastradas y en sus puertas destruidas el lazo de unión de tantas generaciones de almerienses”.
Allí, en medio de la desolación más absoluta en aquel desierto de piedras, brotaba un aliento de vida, el que le daba todos los días la campana de la torre de la Vela, que como una fiel centinela marcaba las horas de la ciudad y sostenía la historia de la Alcazaba. Las murallas se caían, los vecinos entraban dentro a hacer sus necesidades entre las pencas, pero la campana se mantenía erguida, sólida, como el último guardián de la fortaleza. Aquella campana formaba parte de la historia de la ciudad como el más importante de sus monumentos. La campana de la Vela servía para anunciar las embarcaciones que llegaban al puerto y para alertar a la población de los momentos de peligro. Después se usó como reloj para la hora del agua de la vega y para marcar con sus toques las horas durante la noche, provocando a veces las quejas de la vecindad.
La historia de la campana estuvo también marcada por épocas en las que dejaba de sonar y la ciudad se quedaba sin centinela. Ya en septiembre de 1842, la corporación municipal acordó “que la campana situada en La Alcazaba continúe marcando por las noches con sus toques las horas en los intermedios de éstas, y la aproximación de naves de guerra durante el día, u otras novedades de importancia que en la mar notase”, quedó plasmado en el acta municipal.
Se acordó también, para evitar el absentismo del campanero, algo habitual en esa época, establecer un sueldo como incentivo para el cumplimiento de su trabajo: “se estima justo que el soldado que custodia el citado fuerte y que está obligado a dar los toques que sean necesarios, sea remunerado por su trabajo y se le gratifique con tres reales diarios de los fondos municipales”.
La campana de la Vela siguió funcionando, con sus silencios habituales que a veces se prolongaban durante meses, hasta que con el estallido de la guerra civil se quedó muda durante tres años. Al terminar la guerra la ciudad se planteó la necesidad de ponerla de nuevo en valor como así lo refleja un artículo aparecido en el ‘Yugo’ el 1 de abril de 1940: “En ese paredón derruido de La Alcazaba está situada la campana de la Vela, que ya no toca y que durante muchos años rasgaba el silencio anunciando las horas de la noche. Dicen que con las reformas en el recinto la campanita almeriense y evocadora volverá a sonar”.
La vieja campana volvió a tener vida en la Feria de 1941 para saludar el paso de la procesión de la Virgen del Mar. Tres meses después, en la noche del siete de diciembre, se reanudó la tradicional costumbre del toque de la campana, que desde las diez de la noche a las cuatro de la madrugada empezó de nuevo a marcar las horas. Su vuelta levantó algunas protestas de los que se despertaban en la madrugada con los toques de la bendita y tozuda campana.
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