Podría ser un quince de julio cualquiera, pero de eso hace dos meses y dos días. Septiembre, tregua, calma suave. Las once en Navarro Rodrigo. El presidente de la Diputación de Salamanca, Francisco Javier Iglesias, en un corrillo con su homóloga de Zamora: “Allí el otoño es precioso, pero me pregunto si estáis mirando a la calle. ¿Sabéis, de verdad, valorar esto?”. En Ciudad Rodrigo, donde fue alcalde (PP), el sol languidece. A Nuria Marín (PSC, Barcelona) le gustan las Ramblas (la de Lorca, también): “Debemos gestionar los fondos Next Generation porque lo sabemos hacer”. De Galicia, Ourense, Baltar (PP): “Nos une Valente. No estamos tan separados de Almería”, dice. La mascarilla y sus gafas impiden conocer su lenguaje corporal. Se pregunta el mirón si ese ourensán que un día fue invitado como observador a la conferencia de elección de Hillary Clinton (2016) estará también obsesionado con la despoblación como su amigo de A Coruña. Los concellos, entre castillos, monasterios y bosques, se llenan de mudos recuerdos. Galicia sabe de éxodos. Teruel sabe de ausencias. Almería sabe de olvidos.
El presidente de la Diputación de Almería, Javier Aureliano García, el anfitrión, es conocedor del contexto: sobre la mesa, la gestión de la lluvia de millones que mana de Europa. Recuerda García que los alcaldes, concejales y diputados provinciales son cercanos rostros en un universo de administrados que no solo son clientes de la fiscalidad. La glocalidad, la glocalidad. Frente a la burocracia lenta, exasperante, de las administraciones grandes, subyace en el ambiente una vieja idea: visibilizar el conocimiento exacto del entorno como medicina natural para la confianza. En la aldea global, piensa Baltar, lo local es un salvavidas que humaniza la política.
En la casa donde el exalcalde de Almería, Juan Lirola (1829-1894), vivió diez años, al fondo, el imponente Patio de Luces: burgués santuario, corral de comedias en cuyas balconadas asoma la sombra de algún funcionario curioso, atraído por la ceremonia. Ocre su luz, moqueta azul. Un rectángulo de sillas alineadas dibuja la mesa del poder local. No son los caballeros del rey Arturo en su fortaleza de Camelot. Son las señoras y los señores que gobiernan las Diputaciones, Cabildos y Consejos Insulares, esas administraciones intermedias de las que a veces no se habla -cuestión nada incidental- hasta que el frenesí de la realidad arrastra al pueblo al perezoso urbanita y descubre, no sin sorpresa, que aquellas calles de barro donde un día jugó a las canicas enseñorean hoy teatros y pistas de pádel, centros Guadalinfo y gimnasios para mayores, cajeros automáticos y conexiones wifi, luz eficiente y viejos con teleasistencia. E iglesias románicas (Zamora dixit).
A las tres y media de la tarde, el Palacio empieza a sentirse solo. Como aquel alcalde entendido en parrales y vinos que perdió a las dos mujeres de su vida. García, el de Balanegra, el nuestro, baja la escalinata con cansancio, pero es indisimulable el gesto de satisfacción: quien pensara que las Diputaciones son una herencia inútil del XIX ha debido vivir en un triste bosque de asfalto.
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