Ahora los gatos callejeros están organizados en colonias y unas muchachas generosas se encargan de llevarles el alimento para que los queridos felinos no sufran. Hace años, casi todos los gatos eran callejeros y huérfanos de madrinas. Salvo Lola de la de los gatos no había nadie que se preocupara por ellos, por lo que merodeaban por los solares, por los cubos de basura y por donde pasaba el pescadero ambulante para conseguir el sustento.
Recuerdo que en mi infancia también abundaban los perros sin dueño, sin nombre y sin apellido, que llegaban a constituir un serio peligro para los ciudadanos cuando estaban hambrientos o tocados por la sed. Lo niños le temíamos mucho a los perros vagabundos por miedo a que nos contagiaran la rabia, que según la rumorología popular, podía llegar a ser mortal. La rabia y el tétanos encabezaban la lista de enfermedades peligrosas en nuestro inventario de niños callejeros. Cuando nos hacíamos una herida con una púa, con un alambre viejo o con un hierro oxidado, nos llevaban al Hospital o a la Casa de Socorro para que nos pusieran la temida inyección del tétanos.
Era frecuente que cuando estábamos jugando en medio de la calle y se acercaba un perro peligroso corriéramos hacia la primera ventana que tuviéramos a mano para subirnos en la reja y ponernos a salvo. De vez en cuando aparecía por nuestra calle el isocarro de la perrera municipal, un pequeño vehículo con alma de cerda donde iban encerrando a los perros que andaban solos por los barrios. Los funcionarios los cazaban con habilidad y los recluían para siempre en aquella prisión para animales que estaba a las espaldas del Ayuntamiento.
A veces, cuando íbamos a beber agua al caño de la perrera, veíamos como sufrían aquellos animales indefensos que seguramente estaban a la espera del veredicto final, como esos reos que veíamos en las películas americanas condenados a la pena capital.
Algunos teníamos un gato en la casa, no porque sintiéramos un cariño especial sobre la especie felina, sino porque como en casi todos los hogares teníamos ratones y cucarachas, un gato venía muy bien para mantenerlos a raya.
Al contrario de lo que ocurre hoy día, eran muy pocos los dueños de perros o gatos que los llevaban al veterinario y cumplían con todas las normas sanitarias. Al menos en mi barrio, nunca hubo ningún veterinario y sabíamos de la existencia de este oficio cuando llegaba la feria y se hablaba de toros.
En esa fauna que poblaba nuestras calles estaban las gallinas y los conejos que casi todas las familias criaban en una cajonera de la azotea para organizar algún festín cuando llegaba una fecha señalada. Se alimentaban con los desperdicios de la comida, por lo que siempre era un buen negocio tenerlos: costaban poco y daban grandes resultados.
Tampoco faltaban las cabras, tan presentes en las calles de Almería en los años de la posguerra, antes de que fueran perseguidas por las autoridades.
La venta ambulante de leche, en la que el pastor ordeñaba las cabras delante del cliente, se mantuvo durante décadas como una actividad comercial habitual en las calles de Almería.
Este tipo de comercio vivió sus días de mayor actividad durante la posguerra, cuando para muchas familias pobres la leche de cabra fue el alimento básico para sacar a sus hijos adelante. Una escena repetida en la Almería de la época era la de las mujeres, con sus cacharras y sus cazos en la mano, aguardando la llegada del cabrero para comprar la leche.
Esos años de escasez también lo fueron de estrecha vigilancia por parte de las autoridades, que trataron de regular la venta para evitar el fraude. El uno de abril de 1940 se prohibió expender la leche en las casas particulares y se obligó a los dueños de los rebaños a llevar el ganado a las nuevas paradas que organizó el entonces alcalde, Vicente Navarro Gay. El alcalde cambió los puntos para la venta de la leche que sobrevivían desde los años treinta, en un intento de alejar las cabras del centro de la ciudad para evitar así los malos olores y el rastro de excrementos que dejaban a su paso.
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