Antes de reconvertirse en café y en heladería, el negocio de ‘Los Espumosos’ se dedicaba a la cerveza, que en las primeras décadas del siglo pasado empezaba a ganarle terreno al vino, que era la bebida alcohólica más consumidas en los bares.
En 1915 era una cervecería famosa situada en el número 4 de la Glorieta de San Pedro. En los años veinte, al cambiar de propietarios, el negocio se transformó en refresquería, de la mano de José Jiménez Morales, un joven emprendedor que dejó su trabajo en la fábrica de electricidad de Pechina y se vino a la ciudad a probar suerte. Se instaló en la Plaza de San Pedro con su puesto de refresquería y en la trastienda montó una fábrica de hacer sifones y otra de hielo. En 1922 probó suerte en el Parque, que en aquel tiempo era el escenario de moda, y montó un kiosco con helados y refrescos.
A mediados de los años veinte encontró un local libre en el Paseo y en lo que había sido una cochera de carros y caballos abrió el nuevo establecimiento. Se especializó en los refrescos caseros, adquiriendo gran fama en la capital y provincia los de zarzaparrilla. Cuentan que la gente que venía de los pueblos, nada más bajarse de los coches, lo primero que buscaba eran los refrescos de ‘Los Espumosos’. En el verano de 1926 desató la fiebre por la horchata, trayendo de Valencia “la exquisita y rica horchata de chufa líquida helada”, que le dio más prestigio al local. ‘Los Espumosos’ pasó por momentos complicados en la Guerra Civil cuando empezó a faltar el azúcar, teniendo que reconvertirlo en bar de bebidas para poder sobrevivir. En 1938, tras el fallecimiento del propietario, el establecimiento pasó a manos de su hijo, José Jiménez Martínez. A pesar de la dificultad que suponía salir adelante en aquellos años de carencias, consiguió levantarlo y convertirlo en uno de los lugares más carismáticos de la ciudad. En 1942 compró una máquina de café de vapor y llenó la acera de sillas y veladores. Como aquí el café escaseaba y el que traían de tapadillo de Melilla era de baja calidad, alquilaba un coche para ir hasta La Línea donde se podía comprar café de garantías en el mercado negro procedente de Gibraltar. Para esquivar los controles del fielato, lo traían camuflado en un bidón de gasolina.
Los cincuenta fueron los años de esplendor. En aquellos tiempos el Paseo era una pasarela por donde iba desfilando la gente: el que se compraba un coche tenía que recorrer el Paseo para lucirlo, la muchacha que estrenaba un vestido o unos zapatos se iba al Paseo. Las penas y las alegrías, los triunfos y las derrotas se digerían en los cafés del Paseo. ‘Los Espumosos’ tenía la ventaja de su ubicación, al lado de la Puerta de Purchena, a unos metros del lugar donde paraban los autobuses del Alquián, La Cañada, Los Molinos y Pescadería.
Por sus mesas pasaba media Almería a la hora del desayuno y de la merienda. Tenía contratado un churrero profesional y para ganar clientela, José Jiménez Martínez, el dueño del negocio, se fue a Sevilla a buscar un buñuelero para ampliar la oferta. Fue el primer local que tuvo un artesano de los buñuelos fuera de la temporada de Feria. Se trajo un acreditado fabricante de Coria del Río, que estuvo seis meses en Almería enseñando los secretos del oficio.
La terraza de ‘Los Espumosos’ se convirtió también en el templo de los futbolistas. Los jugadores del Almería de los años cincuenta montaron allí su vestuario. Por las mañanas, después de entrenarse, se sentaban en la puerta a sentir el corazón de la ciudad. Allí estaban ellos, tan distintos al resto: jóvenes, fuertes, con sus chaquetas de último modelo, con su inagotable repertorio de bromas y chistes, dejando en la acera un rastro a cuerpo recién duchado y a colonia de marca.
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