La ropa de los domingos no se mezclaba con la de diario. Ocupaba el mejor rincón del armario, como si perteneciera a una clase superior. La ropa de los domingos nos esperaba pacientemente durante toda la semana, aguardando que llegara su momento para invadirnos y hacernos suyos. Siempre tuve la sensación de que era ella, la ropa de los domingos, la que se ponía mi cuerpo, la que me atrapaba y me hacía sentir un forastero cuando me colocaba delante del espejo.
La ropa de los domingos olía a alcanfor y había que sacarla varias horas antes del armario para que se aireara. Para muchos de nosotros, aquella indumentaria inmaculada representaba una pequeña prisión en la que nos recluían para que pareciéramos lo que no éramos. Nos sentíamos extraños envueltos en un embalaje que no nos permitía tirarnos al suelo, ni jugar con la tierra de las calles ni darle una patada a la pelota.
Había que respetarla, había que cuidarla como si lleváramos encima un tesoro, y en cierta medida lo era, un tesoro que nuestras madres nos habían comprado con mucho sacrificio, ahorrando unas pesetas. Un tesoro que luego íbamos exhibiendo por el barrio o cuando por la tarde íbamos a la casa de alguna abuela o de alguna tía lejana para hacerle una visita.
Los domingos eran el día oficial de las visitas. Uno de los recuerdos más amargos de mi infancia tienen mucho que ver con un domingo y con la visita que de vez en cuando le hacíamos a una hermana de mi madre que vivía en la calle Real del Barrio Alto.
No sé por qué razón sentía un poco de vergüenza cuando al salir de mi casa, perfectamente uniformado, me cruzaba con otros niños de la calle que jugaban medio desnudos. Me sentía alejado de ellos y de la vida que realmente me gustaba. La ropa de los domingos representaba la formalidad de la que tanto nos alejábamos los niños y así, tan formal, emprendía el largo camino desde mi casa hasta el Barrio Alto para que mi tía me repitiera la frase de todos los meses en la que me recordaba que parecía un príncipe y que me estaba haciendo un hombre.
La amargura de aquellas visitas era un gancho al corazón, un golpe que te dejaba fuera de combate cuando al salir empezaba a hacerse de noche. Cuando cruzabas el badén de la Rambla y sentía que el domingo se había esfumado, me daban ganas de llorar. A esa hora las mujeres, vestidas de luto, entraban a oir misa en la iglesia de San Sebastián y en la Puerta de Purchena y en el Paseo las parejas empezaban la ceremonia de los escaparates. Las confiterías iban despachando el último genero que les quedaba, mientras que en el ambiente flotaba la voz de un locutor de radio que cantaba los resultados de los partidos de la jornada con el patrocinio del coñac Fundador y las boquillas Targard.
Todo parecía postizo en aquellas tardes de domingo: ir a misa y escuchar un sermón que no entendías; visitar a un familiar tan alejado en el espacio como en el corazón, y sobre todo, llevar encima aquella ropa tan pulcra que tanto nos atenazaba. Aquel recuerdo amargo va también unido a un programa de televisión en el que salía una señora llamada Herta Frankel, que hacía hablar a un muñeco, la perrita Marilyn, que poca gracia nos hacía a los niños. Me parecía todo tan falso, tan triste, que encajaba perfectamente en el engranaje de los domingos más grises de mi vida. Para rematar la sensación de soledad de la que uno no podía desprenderse, al llegar a la casa mi madre me obligaba a buscar la cartera que había quedado olvidada en las horas felices de la tarde del viernes y a tener que hacer la tarea.
Había domingos diferentes, en los que la vida se relajaba y no tenías que ponerte de limpio ni ir de visita. En los primeros años setenta, cuando casi todas las familias empezamos a permitirnos el lujo de tener un coche, se puso de moda irse al campo de excursión. Más que ir a echar un rato de esparcimiento, aquello parecía como si nos fuéramos a un largo viaje. Había que preparar la sartén, la olla, los platos, los vasos, la pelota, la comida y llenar el coche hasta que no quedada ni un hueco libre.
Se llevaba mucho ir al desierto de Tabernas, ver el poblado del Oeste y luego quedarse a comer en el recodo de alguna rambla. Había familias que se adentraban en los descampados entre el Alquián y Retamar para buscar caracoles si esa semana había llovido.
Ir de excursión nos alejaba de la amargura habitual de los domingos y cuando regresábamos, agotados por el aire libre, por el juego y por sensación de la libertad absoluta que te regalaba la naturaleza, no teníamos tiempo de pensar que el lunes nos acechaba y caímos rendidos en la cama con el último bocado de la cena entre los labios.
También formaba parte de la rutina dominical ir al cine con los amigos. Íbamos al cine con una sensación de euforia que nos hacía felices, como el que va a enfrentarse a un acontecimiento extraordinario. En ese momento no sufríamos el peso de la ropa de los domingos porque el hecho de ir a ver una película con los otros niños te hacía olvidar todo lo demás. Sin embargo, la felicidad de la ida se tornaba en tristeza cuando al salir del cine toda la realidad del domingo caía sobre nuestras cabezas. De nuevo oscurecía, otra vez aquella sensación de amargura que me hacía un nudo en la garganta.
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