La casa destacaba como un palacio en medio de un entramado de viviendas humildes heridas por la humedad, que se derramaban por la desaparecida calle del Niño, un pasillo tan estrecho que los vecinos se daban la mano sacando los brazos por las ventanas.
Aquella calle era un pasadizo que unía la calle Arráez con lo que hoy es la calle del poeta Valente. Dejó de existir cuando en los años noventa derribaron sus últimas viviendas y levantaron una plaza.
En medio de aquel enjambre de casas moribundas, destacaba como una atalaya la mansión de Antonio ‘el Rubio’, el padre del cura, el maestro de obras de cámara del Obispado, que durante los años de la posguerra fue el encargado de recuperar algunos de los templos más importantes de la ciudad. Una parte del material que sobró en los trabajos realizados en las iglesias, fue a parar a su almacén y sirvió para rehabilitar su vivienda y convertirla en un palacio.
A los niños del barrio, que vivíamos en casas humildes con un par de dormitorios y un váter centinela detrás de la cortina del patio, la casa de Antonio ‘el Rubio’ nos parecía un castillo, como si la hubieran sacado de un cuento. Tenía un cuarto de baño con bañera de piedra; un patio de luces nada más subir las escaleras de entrada donde se erguían cuatro columnas de mármol que soportaban tres arcos de medio punto que sostenían una magnífica celosía de madera. En una de las paredes estaba el retrato del dueño y enfrente, un reloj que marcaba las horas de toda la calle. Las paredes estaban levantadas con los mismos bloques de piedra que se habían utilizado en la reconstrucción de las iglesias, lo que le daba a la casa un aspecto de fortaleza medieval, como si fuera una sucursal de la propia Catedral.
La mansión tenía sus historias, que formaban parte del alma de aquel lugar. La despensa había servido de refugio durante los años de la guerra al varón de la familia, al hijo del dueño, el sacerdote Antonio García Flores. Su padre, el maestro de obras, se inventó en aquel espacio una falsa habitación en la que el cura se escondía cada vez que iban a buscarlo para darle el paseíllo.
En los primeros años de la posguerra, la casa llamaba tanto la atención que los marineros que se perdían por aquellos laberintos buscando las casas de citas acababan tocando en su puerta, creyendo que era la mansión del placer. En el silencio de la noche se escuchaban tres golpes secos en la puerta y una voz que desde el balcón gritaba: “Las putas están más arriba”.
El cuarto principal era el despacho del sacerdote, con un espléndido balcón desde el que se podían contemplar las murallas más altas de la Alcazaba. Tenía una estantería de madera repleta de libros que olían a sacristía y una mesa tan antigua como la casa donde llamaba la atención la figura de un Cristo crucificado sobre un montículo lleno de carabelas.
La luz llenaba la vivienda a todas horas del día. Tenía una terraza porticada donde aparecían las escaleras que subían al terrao. La familia, como casi todas las de aquel tiempo, criaba conejos en unas cajoneras de madera. Arriba, en aquella azotea, discurría parte de la vida de la casa, cuando era costumbre subir a tomar el sol en invierno y el fresco en las tardes de verano cuando el sol estaba en retirada. Al terrao se iba a coser, a tender la ropa, a escuchar las novelas y los discos dedicados de la radio.
En sus días de vejez, cuando Antonio ‘el Rubio’ ya no tenía otro oficio que ver pasar la vida, se entretenía con los niños del barrio haciendo desfiles por el terrao. Era un niño más con una bandera en la mano.
La casa era tan importante que fue la primera del barrio en la que entró un aparato de televisión. Algunos vecinos pudieron disfrutar del espectáculo de ver por primera vez un partido de fútbol internacional. Para la final de la Copa de Europa de 1964, que ganó España, fue tanta la expectación que la familia tuvo que sacar el aparato del comedor a la habitación de la entrada para que pudieran tener cabida todos los espectadores.
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