Muere el Ramallets de Almería: adiós a Joaquín López Rivas

Ha fallecido uno de los grandes porteros que dio la calle

Eduardo de Vicente
07:00 • 19 oct. 2021

Los mitos de los niños de la posguerra eran los toreros, los boxeadores, los delanteros que marcaban los goles con una venda en la frente y los porteros vestidos de negro que parecían centinelas inexpugnables. Ya casi nadie quiere ser portero, pero hubo un tiempo en el que los niños soñaban con Zamora y después con Ramallets, aquel guardameta del Barcelona al que apodaban el gato de Maracaná por sus grandes actuaciones en el Mundial de Brasil de 1950.



El Maracaná de Joaquín López Rivas era la Plaza de Cepero, un Maracaná de tierra y piedras en el que todas las tardes se dejaba la piel de las rodillas jugándose el tipo entre los pies de los delanteros. No necesitaba entonces cerrar los ojos para soñar con que aquella plazoleta destartalada a los pies de la Alcazaba era su estadio, el Maracaná en el que se pasaba las tardes enteras tratando de que los contrarios no pasaran la pelota entre los dos loscos que formaban la portería. 



Para muchos de aquellos niños de la posguerra un partido de fútbol les alimentaba tanto como la onza de chocolate con pan de la merienda. Un día, mientras jugaba en la explanada del muelle, un cargador de barcos sevillano que trabajaba en el puerto se le acercó y le dijo que se parecía mucho en el estilo y en los movimientos a Ramallets. El bueno de Joaquín no había visto nunca jugar al portero del Barcelona, tal vez unos segundos en alguna de aquellas tardes de cine en las que antes de empezar la película proyectaban el NO-DO, pero poco más. Conocía a Ramallets de los cromos y de las fotografías del diario Marca que un día a la semana ojeaba en la peluquería de su barrio con la inquietud del que está descubriendo un tesoro.



Desde entonces, Joaquín López Rivas pasó a ser el Ramallets de Almería, a pesar de la oposición de su padre, que se mantenía firme cuando le repetía la frase de que el fútbol no le iba a dar de comer. Su padre era un empleado de ‘Alsina Graells y todo un personaje en la ciudad desde que en la Feria de 1955 consiguió el primer premio del concurso de bebedores de cerveza, después de ingerir la marca nada desdeñable de diez litros. Ser campeón bebiendo cerveza tenía su mérito en aquel tiempo en el que la bebida nacional era el vino. Por aquella gesta le dieron una copa y trescientas pesetas en metálico.



A pesar de los consejos del padre para que se olvidara del fútbol, el nuevo Ramallets fue subiendo escalones, de equipo en equipo: el Juventud de Acción Católica, el Sporting Nacional, el Alborán, La Llave, el Plus Ultra, el Pavía y finalmente el Trafalgar, el club representativo de Adra que en los años cincuenta llegó a codearse con el Almería y a tener un nombre propio en el balompié andaluz.



En 1957, Joaquín era uno de los jugadores mejor pagados de Almería. Cobraba doscientas pesetas por partido, dos billetes de veinte duros que recibía de la mano del secretario en el mismo vestuario del campo de Miramar. Era un gran botín para el joven portero, porque ese dinero no pasaba por el cedazo de los impuestos.



Era la edad dorada del fútbol abderitano. Por primera vez en la historia del fútbol almeriense, dos equipos de la tierra figuraban encuadrados en categoría nacional. La rivalidad animó a los dirigentes del Trafalgar a hacer un gran esfuerzo económico para formar una plantilla de garantías. El gran adversario a batir esa temporada, el Atlético de Almería, también había construido un gran bloque en torno a la figura de su técnico, el recordado Antonio Bescos, que llegaba con la vitola de ser el primer preparador con título de la escuela de entrenadores que dirigía a un equipo almeriense.



Para Joaquín López Rivas, vivir aquella experiencia le dejó una huella inolvidable. En plena juventud, jugando al fútbol que era su pasión y además trabajando, que más se podía pedir a la vida. Aquel sueldo que ganaba en Adra completaba sus ganancias como barnizador. Tenía catorce años cuando entró de aprendiz en los talleres de muebles de Rabriju, en la calle de San Lorenzo, la universidad donde le enseñaron los secretos del oficio.


De lunes a sábado era Joaquín el barnizador, y los domingos se convertía en Ramallets, el portero sóbrio y seguro que defendía la portería del Adra y su propia integridad, ya que en aquellos tiempos el puesto de portero era el más complicado del equipo cuando tocaba jugar fuera de casa en alguno de aquellos pueblos donde los aficionados se colocaban detrás de la portería para acordarse de toda la familia del guardameta, de los vivos y de los muertos.


Aquellos días de gloria fueron su mejor historia, la que siempre nos contaba cuando de vez en cuando se dejaba caer por la peluquería de Miguel Bisbal para recordarnos que ese barrio también era el suyo.


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