El escritor José María Artero escribió una frase, allá por los años sesenta, que definía perfectamente la situación que vivía la ciudad: “Almería se nos va”, dijo, y así ocurrió, Almería se nos fue, la dejamos morir y la sustituimos por otra levantada sobre su esencia, que quedó pisoteada y aniquilada en el nombre de la modernidad.
“Almería podía haber sido, cara al mar, la ciudad ochocentista más significativa de España, arropada por el enorme atractivo de sus murallas. Podía haber sido ella misma y no otra; una ciudad con fisonomía singular, con solo haber respetado lo que aportaba, puliéndolo y redondeándolo, alejándole, con lógica estética, las proliferaciones urbanísticas inevitables a una ciudad que tiene que crecer por el imperativo de los tiempos”, contaba el escritor almeriense Manuel del Águila.
Pero no fue así. La ciudad no creció respetando sus raíces, su pasado, sino que fue profanada con un disparo directo al corazón, un disparo de ametralladora que acabó arrasándola.
Almería era una ciudad que conservaba una belleza antigua, oriental, como un halo que la envolvía y la hacía diferente. Su alma se iba derramando desde la murallas hasta los pies del mar, de ese mar que cada mañana la iba renovando. “Conservaba los rasgos de la población semicolonial que fue en el siglo XIX”, dijo José María Artero.
Tenía una belleza diferente, exclusiva de su paisaje, de esa simbiosis perfecta entre el mar, la vega y las montañas descarnadas que la rodeaban. Una belleza acentuada por la estructura de sus calles estrechas y de sus nobles edificios, una belleza que encandiló a escritores como el inglés Gerald Brenan, que la visitó en los años 20.
Brenan descubrió Almería en el mes de febrero de 1920. Se acababa de instalar en el pueblo alpujarreño de Yegen y bajó a la ciudad para comprar muebles. Desde entonces, mantuvo un estrecho romance con nuestra provincia. La visitó cada vez que pudo hasta 1934 y plasmó la vida y las costumbres de sus gentes en algunas de sus obras fundamentales como ‘Al sur de Granada’ y ‘Memoria personal’. “Almería es como un cubo de cal arrojado al pie de una desnuda montaña gris”, escribió la primera vez que la vio. Se quedó impresionado cuando después de dejar atrás la montaña del Cañarete se encontró con un paisaje de casas pequeñas y juntas, un mar tranquilo salpicado de barcos que al caer la tarde salían a faenar, y al fondo, la exuberancia de la vega que él describió como “un pequeño oasis , verde y plantado de boniatos y alfalfa, con palmeras de dátiles y caña”.
Manuel del Águila la definía como “una ciudad con gracia, algo inglesa en muchas de sus formas”, pero que por dentro era como “seguir viviendo en Grecia”. Ese acento británico de la ciudad ya lo palpó el viajero Pedro Antonio de Alarcón, que se extrañaba de que en Almería encontrara más periódicos ingleses que españoles.
Toda aquella esencia que le daba una belleza tan particular a la ciudad, se fue derritiendo cuando los promotores, apoyados por la complicidad de los políticos y los poderes públicos, nos hicieron creer que lo antiguo era inútil, algo propio de ciudades atrasadas, que el futuro se basaba en lo moderno, en las avenidas amplias y en los edificios verticales. Basta con darse una vuelta por las páginas del periódico local de aquellas fechas para comprobar cómo se convencía a la ciudadanía de que tirar una casa, aunque fuera un palacio, para edificar un piso, era poco menos que el paso necesario hacia el progreso de Almería.
Como ejemplo de esa prosperidad no se les ocurrió otra idea que derribar casas nobles del Paseo y construir monstruos de cemento y hormigón para que todo el mundo supiera por dónde pasaba el progreso. Una vez que se levantó el primer gigante en el Paseo, el resto de la ciudad quedó herido de muerte. Si de forma impune se podía tirar una casa histórica para hacer un piso, en la avenida más importante de la ciudad, cualquier cosa era posible en los barrios más escondidos.
Zonas de una belleza sobrecogedora, como la manzana de la Catedral y de la Plaza de San Pedro, quedaron aniquiladas. La ceguera afectó a todos los poderes, incluso a la Iglesia, que se sumó al festín creando su propia inmobiliaria.
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