Aquí también tuvimos movida, pero una movida anónima con un acento pueblerino, casi familiar. La movida de Almería tenía un denominador común que nos unía a los jóvenes: todos estábamos tiesos. Podíamos haber formado la liga de los bolsillos vacíos, la ilustre cofradía de las esquinas y los bancos, porque muchos nos pasábamos los fines de semana haciendo grupo en cualquier esquina de la manzana de las Cuatro Calles o sentados en un banco de la Plaza del Educador compartiendo hasta las bolsas de pipas calientes.
Aquí, a la movida, le decíamos la marcha. Ir de marcha incluía meterse en una discoteca, sentarse varias horas en un pub con la misma cerveza o con la misma Fanta a hablar con los amigos, darse el lote con la novia, y hacer piña con la pandilla en la calle bajo la bandera de un paquete de cigarrillos común. A comienzos de los años 80 todavía funcionaban bien las discotecas, empujadas por ese soplo de viento fresco que trajo la película ‘Fiebre del sábado noche’.
Nuestra movida también pasaba por los pubes, que no eran como los de ahora. Los primeros pubes de Almería tenían un punto de intimidad que te invitaba a encerrarte allí durante horas con los amigos. Eran lugares de reunión donde podías fumar y beberte un cubalibre sin ser visto. Llegabas a establecer un lazo de familiaridad con los camareros y con el propietario, un lazo tan estrecho que te permitían ocupar una mesa durante horas con una sola consumición. Todos tuvimos nuestro pub de confianza y ese rincón con aspecto de reservado donde nos destrozábamos los labios con las novias. Teníamos tanta confianza con el camarero que nos seguíamos besando mientras él nos llenaba el plato de gominolas. Con una copa, con una Fanta, nos pasábamos las tardes enteras en un pub, que en aquellos tiempos ya empezaban a regalarnos el fenómeno de las pantallas gigantes y los vídeos musicales.
También compartíamos la cerveza, cuando estaba de moda un litro para cuatro en la manzana de las Cuatro Calles con sus tapas correspondientes. En los primeros años de la década, la calle Real se mantenía viva los fines de semana gracias a unos cuantos bares que fueron refugio de la juventud de la época. Uno de aquellos establecimientos con aire arrabalero y alma pandillera fue el Pedra Forca, situado en un local de la Plaza de Masnou, sobre el solar de lo que antiguamente se conoció como el Lugarico.
Allí, en el viejo Lugarico, nació el Pedra Forca, un templo para los jóvenes de la Transición, convictos de adorar las jarras de cerveza y las patatas a la brava como si fueran dioses. Allí iban las pandillas a dilapidar el poco dinero que llevaban en los bolsillos. Era un lugar de cerveza y tapeo y también de reunión; quedar en el Pedra Forca era una moda, como antes lo habían sido las citas en el Parrilla Pasaje o en el bar Las Vegas.
En aquellos tiempos, años setenta y ochenta, el centro era el alma de la ciudad, donde estaban todos los cines, donde se acumulaban los mejores bares. Los paseos por el Parque ya se habían quedado viejos, y los primeros adolescentes de la democracia se sentían cómodos en ese ambiente colega que se creaba en torno a las jarras y a los litros de cerveza compartidos. Había poco dinero, pero suficiente para apurar los sábados y los domingos hasta las diez o las once de la noche, que era la hora límite, la frontera que pocas muchachas de entonces podían traspasar. La madrugada era un territorio exclusivo para los mayores que tenían dinero y libertad para poder irse a una de las discotecas de la carretera de Aguadulce, tan de moda en aquellos tiempos. Los adolescentes se conformaban con meterse por la tarde en el Pedra Forca, o reunirse en el reservado del bar Trajano, y disfrutar de aquella atmósfera cómplice de cigarrillos rubios, ligue y cerveza.
Los domingos por la tarde, el Pedra Forca se llenaba de soldados disfrazados de paisano. Llegaban vestidos de militar, pero siempre tenían un bar amigo o algún piso compartido para poder cambiarse de ropa y lanzarse al vértigo de la cerveza sin límite y de la conquista fácil.
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