Parecían ángeles recién bajados del cielo: bien peinados, oliendo a colonia, embutidos en aquellas camisas blancas inmaculadas abrochadas hasta el cuello que eran el espejo de sus almas, organizados en filas perfectas y desfilando por las calles como un ejército divino.
La gente se agolpaba en las aceras para asistir al paso de los niños del Hogar el día de la Primera Comunión. Aquellos enviados del cielo eran exhibidos para que la ciudad comprobara cómo se trataba a los internos en los centros de beneficencia.
La banda de cornetas y tambores del Hogar del Canario iba abriendo paso a la comitiva después de haber recibido el santo sacramento, de camino a los comedores de Auxilio Social, donde festejaban el feliz acontecimiento.
Para los niños del Hogar, el día más grande era el de la Primera Comunión porque recibían a Dios de verdad. Eran los primeros años de la posguerra y un chusco de pan se cotizaba como el oro en la mesa de los comedores sociales. Con los ojos cerrados se colocaban delante del cura, abrían bien la boca y recibían el cuerpo de Cristo con el estómago tan vacío como los bolsillos del pantalón que estrenaban.
La presencia de Dios se posaba sobre sus paladares, a la espera de que el Altísimo se manifestara en toda su grandeza una hora después, cuando las muchachas de Auxilio Social les sirvieran el desayuno. Aquellas jóvenes también parecían enviadas del cielo cuando se presentaban en las mesas del comedor con las bandejas llenas de tazas con chocolate caliente. Era el banquete eucarístico, el sagrado convite, la primera noticia de Dios que recibían los escolares. Ya sabían de su existencia por los crucifijos que presidían las paredes de los hogares y por las oraciones obligatorias que había que repetir dos veces al día cantando a coro, como si estuvieran recitando la tabla de multiplicar.
Sabían que Dios los miraba desde arriba y los tenía presentes a cada instante, pero nunca lo habían visto tan de cerca como aquella mañana inolvidable de la Primera Comunión cuando mojaban el pan de aceite en el chocolate y cuando las camareras les ponían delante de los ojos los platos con el arroz con leche.
Una hora después, cuando regresaban a los hogares, las manchas que el desayuno les había dejado sobre sus cuerpos eran la inequívoca señal de que aquella mañana habían recibido a Cristo. Ni los devocionarios de primorosa edición ni los rosarios que les regalaba el Auxilio Social, ni tampoco las alpargatas ni los calcetines de la sección femenina eran comparables con la huella que les dejaba el pan de aceite y el chocolate.
En 1943, más de mil niños recibieron la Sagrada Comunión en la iglesia de San Pedro, quinientos de ellos por primera vez y todos en la misma mañana, lo que contribuyó a la grandeza del espectáculo. La mayoría de los escolares procedían del Hogar de la calle Pedro Jover, que había sido inaugurado en 1941 con el nombre de ‘Nuestra Señora del Pilar’.
Allí fueron acogidos cientos de niños sin posibilidades de comer todos los días ni de ir a un colegio. Eran tiempos de miseria y de menús escasos y repetidos. Siempre lo mismo: una rebanada de pan de cebada y una taza de café de malta, a veces sin azúcar. Cuánta hambre quitó aquel humilde pan de cebada que celosamente iban repartiendo las Hermanas de la Caridad como si fuera el cuerpo de Jesucristo. No hubo otro desayuno en el Hogar que el bendito pan de cebada, hasta que en los años cincuenta empezó a llegar la mantequilla y la leche en polvo que mandaban los americanos.
Antes del almuerzo, los niños se colocaban de pie frente a la mesa y con las manos unidas a la altura de la cara, rezaban una oración. El comedor también era un lugar sagrado donde estaba prohibido hablar, salvo en los días de fiesta. Mientras comían, las monjas elegían en cada refectorio un niño y una niña para que mientras sus compañeros almorzaban, ellos leyeran pasajes de Santa Teresa de Jesús.
Era un menú humilde, casi siempre guiso de garbanzos y un vaso de agua para pasar los alimentos. En Navidad solían dar naranjas de postre y por mayo, cuando llegaba el día de las comuniones y aparecía por la casa el señor Obispo con su séquito de sacerdotes, en el desayuno incluían un tazón de chocolate caliente. El primer año que dieron plátanos de postre hubo algún niño que por la falta de costumbre intentó comérselo sin quitarle la cáscara.
Cuando llegaba la Feria, las monjas sacaban a las niñas y a los niños de paseo, bien vestidos y bien formados, como el día de la comunión. Solo había que bajar la calle de la Reina y encarar el Parque, siempre a primera hora de la tarde, cuando la ciudad echaba la siesta y los cacharros estaban vacíos. Tenían el privilegio de disfrutar de una vuelta gratis en el Tío Vivo y de saborear el inolvidable dulzor de una nube de algodón recién hecho, que también les sabía a gloria bendita.
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