La tarde en la que mi padre fue a recoger el coche, toda la chiquillería del barrio salió a recibirlo como si viniera de un largo viaje. Cuando apareció por la esquina de la Plaza Vieja algunos echaron a correr detrás festejando la llegada del vehículo, uno de los primeros que se estrenaron en mi calle. Recuerdo que los niños que lo arropaban corrían más que el coche, que caminaba a paso lento en las manos de un chofer de estreno al que esa misma mañana le habían dado el carnet de conducir.
Era un Renault 4, al que popularmente se llegó a conocer como ‘el cuatro latas’, un vehículo multiusos que lo mismo servía para dar portes con cajas desde la alhóndiga que para hacer un viaje a Granada.
Estaba preparado para el trabajo y para el ocio, por lo que fueron muchos los tenderos que invirtieron sus ahorros en un ‘Renault 4-L’ o en su hermana melliza, que apareció en el formato de furgoneta.
Era un coche completo para la época. Tenía un espacioso maletero cuando se reclinaba el asiento de atrás y unas ventanillas que se abrían y cerraban a fuerza de empujones. Mi padre, como el coche era para el trabajo, le colocó en el techo una baca que le permitía poner las cajas de la fruta arriba y llenar el maletero con otro género, y de esta forma no tener que dar dos viajes. Cuánta faena aguantó aquel querido Renault 4 que en los días de diario se ponía el mono de trabajo para ser un coche obrero y los domingos se vestía de limpio para llevarnos de excursión.
Fue el coche que nos llevaba a Granada para ver al hermano mayor que estaba estudiando, en aquellas incursiones eternas en las que teníamos que atravesar ese desierto sentimental que era para nosotros el Ricaveral, un laberinto de curvas del que casi siempre salíamos mal parados. Al salir del Ricaveral había que detenerse para estirar las piernas, para despejar la cabeza y a veces para dejar el estómago vacío y aliviar el mareo. En los primeros tiempos, con el coche recién estrenado, cada viaje era una aventura a la que se apuntaban los vecinos del barrio, por lo que más de una vez el Renault 4 de mi padre parecía el autobús del Zapillo en hora punta. Los niños atrás, al maletero, sentados en cajas de madera y los adultos bien apretujados en el asiento trasero, para que nadie echara en falta el cinturón de seguridad.
Aquel coche vino a cambiarnos la vida como a tantas familias en los años sesenta. Indicaba el progreso de mi casa, la buena marcha de la tienda que al principio se nutrió con los portes que mi padre hacía en un carro de madera. Con los primeros ahorros el carro se cambió por una bicicleta con un portaequipajes de madera sobre la rueda de atrás y después por una moto Vespa, que también fue un gran acontecimiento.
La Vespa no descansaba. Se utilizaba para ir a la alhóndiga, para traer los huevos de la vega, para llevar los recados a los clientes y para ir a Adra a ver el fútbol. La Vespa llegó con la idea de hacerse eterna porque en mi casa nadie podía pensar en metas mayores, pero los vientos soplaban a favor y unos años después se obró el milagro del coche, nuestro primer coche, al que acogimos como si mi madre acabara traer otro hijo al mundo, como un miembro más de nuestra familia, como uno de los nuestros.
El primer coche era, junto a la televisión, la señal inequívoca de que a una familia le iban bien las cosas. La mayoría se lo compraban para pagarlo a plazos y muchas veces tirando de lo poco que tenían ahorrado para darlo de entrada.
La llegada del primer coche era un acontecimiento de los grandes y en el seno de las familias se celebraba como una fiesta. Y esa tarde, cuando el padre aparecía por la esquina conduciendo el vehículo, los hijos corrían para coger sitio y disfrutar del primer paseo. A muchos, aquel perfume a nuevo que echaban los coches recién estrenados se nos quedó grabado en lo más hondo de nuestra memoria.
Cuando en una calle alguien se compraba el primer coche, todos los vecinos pasaban por su casa para verlo, con la misma solemnidad y con las mismas emociones que se compartían cuando a una familia llegaba el primer hijo.
El coche te daba prestigio, te colocaba en un escalón por encima de los que iban en moto, y a dos de los que sólo podían mantener una bicicleta. El primer coche fue cambiando la vida de la gente y también le cambió el pulso a la ciudad. Aquella estampa antigua de domingos de caminatas de una punta a otra del Paseo, de familias y parejas de novios paseando por el Parque y por el puerto, empezó a derrumbarse cuando los coches se fueron generalizando y cuando se puso de moda salir los domingos a comer al campo.
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