Los olores de las calles de Almería

Cada barrio tenía su perfume característico, como una bandera al viento

En los barrios más humildes el olor a la ropa recién lavada que las mujeres tendían en cuerdas de una pared a otra estaba presente en las calles.
En los barrios más humildes el olor a la ropa recién lavada que las mujeres tendían en cuerdas de una pared a otra estaba presente en las calles.
Eduardo de Vicente
00:08 • 16 nov. 2021 / actualizado a las 07:00 • 17 nov. 2021

Cada calle era un reino, con sus fronteras imaginarias, con sus colores y también con sus perfumes. Las calles de Almería olían a vida antes de que se llenaran de coches y cada barrio tenía su olor característico, como una bandera que agitara el viento.



Los Molinos olía a establo, a estiércol, a leche caliente. El Tagarete lo asocio con el aroma del café del tostadero de la familia Salvador, que llenaba el aire de un perfume familiar de mesa de camilla y tertulia de sobre mesa, y con el olor de la Panificadora Mediterránea, que se extendía hasta los cortijos de la vega. Recuerdo, allá por los primeros años setenta, la impresión que me dejaba en los sentidos pasar por la puerta de la fábrica de pan del Tagarete cuando con los niños de mi barrio veníamos de vuelta del estadio. Dos o tres calles antes de llegar a la panificadora, te atrapaba ese olor envolvente del pan recién hecho, que en aquellos tiempos le daba vida y humanizaba un barrio que estaba en formación, que iba creciendo a pasos agigantados entre la vega y las vías del tren. Aquellos olores caían como una bendición y contrarrestaban el tufo que nos regalaba a diario la molesta fábrica de papel de la Celulosa. 



Las calles de Ciudad Jardín llevaban impresas el olor del polvo del mineral que como una lluvia invisible caía sobre sus cabezas. El Zapillo olía a barca, a pescado, a vacas, a boqueras y al humo que salía de la chimenea de la Térmica. 



Hubo un tiempo en el que el barrio de la Almedina olía a los caramelos Rosita que allí fabricaban, lo mismo que el Reducto lleva impreso el perfume de los caramelos de Pepe ‘el dulce’ y el del pan del obrador de Antonio Herrera. La calle Alborán olía a los helados de la fábrica de Adolfo y la calle de Mariana a los churros y al café del bar El Paso.



Las calles de los barrios humildes también olían a la ropa recién lavada que las mujeres tendían en una cuerda que colgaban en las fachadas de las viviendas. La ropa tendida nos hablaba de una pobreza llena de dignidad que había que sanear a diario y nos contaba un trozo de la historia de cada casa: si había niños en la familia y cuántos eran o el oficio en el que trabajaba el padre. En La Chanca, cuando los hombres llegaban de la mar, después de varias semanas sin pisar tierra, las calles se llenaban de ropa de marineros y de monos de mecánicos. Mirando los tendederos podíamos saber si los pescadores habían vuelto al hogar.



Había otros olores más pequeños que estaban presentes en los detalles de nuestra vida diaria. Los domingos olía mucho a betún porque era el día de salir a pasear con los zapatos relucientes, y al perfume de nuestras primeras colonias juveniles, las que nos regalaban en aquel día de Reyes en el que estrenábamos la adolescencia.



Llevo grabado en lo más hondo de la memoria el olor a zotal y a colonia barata del gallinero del cine Hesperia y el que nos dejaba en los dedos aquel cigarrillo que compartíamos a escondidas y que después contrarrestábamos con un chicle de menta para que no nos descubrieran nuestros padres. 



Nuestras calles olían a boñigas de caballo, a tierra mojada cuando pasaba la regadora y a cocina cuando el olor de la comida se fugaba por las ventanas anunciando el barrio el menú de cada  casa. Todos sabíamos qué iba a comer el vecino y cuando llovía, el aroma de las migas y de las sardinas se nos quedaba pegado en las ropas durante varios días.


Los inviernos olían a lumbre, a los braseros que se improvisaban con cuatro trozos de madera en las puertas de las casas y a los que nos calentaban los pies debajo de la mesa de camilla a riesgo de quemarnos la goma de los zapatos.


La escuela también tenía sus olores característicos. El olor desgastado de la madera de los pupitres; el olor agrio del cuarto de aseo cuando los niños no atinaban a orinarse dentro; el aroma de las primeras gomas de nata que salieron al mercado y el perfume de aquella niña de la que nos enamoramos sin que nadie lo supiera.


Temas relacionados

para ti

en destaque