Por diciembre, cuando empezábamos a contar los días que faltaban para que nos dieran las vacaciones en el colegio, era el momento de preparar esa carta a los Reyes Magos de Oriente que nunca terminábamos de completar ni depositábamos en ningún buzón, sabiendo que aunque no siguiera el conducto reglamentario acabaría cayendo en manos de sus majestades.
Por diciembre íbamos a ver los escaparates de las tiendas de juguetes y hacíamos una internada por la calle de Granada para ver las bicicletas que montaban las casas ciclistas de López y de Mateos. Cómo lucían aquellas máquinas, brillaban como si fueran de plata y nosotros las deseábamos como solo se desea aquello que no se puede alcanzar.
Pegábamos la cara al escaparate para admirar todos sus detalles y descubrir todo su esplendor. Allí estaban aquellas bicicletas, inmaculadas, orgullosas, mirándonos a los ojos, esperando un comprador. Tenían de todo: el faro con su dinamo para la luz; el porta equipajes sobre la rueda trasera para llevar la carga; el estuche para las herramientas y el timbre de color plateado que solía ser lo primero que se rompía de tanto usarlo.
Las bicicletas de los escaparates solían ser un sueño imposible para muchos niños, que teníamos que conformarnos con heredar la de algún hermano mayor, con la que toda la familia había ido aprendiendo a montar. Para conformarnos, nuestros padres solían recurrir al truco del ‘maquillaje’ para que la bici vieja pareciera más joven: le compraban un sillín nuevo, le limpiaban la cadena con gasolina y le colocaban en el manillar un par de banderines para que se pareciera a una recién comprada.
El día de Reyes siempre había alguna sorpresa, la de un amigo del barrio que aparecía subido en una bicicleta de verdad, en una bici nueva, tan reluciente que los radios te encandilaban al contacto con el sol. El de la bicicleta se convertía en el centro de atracción, en el gran protagonista, y todos los rodeábamos y le hacíamos la pelota para que tuviera el detalle de dejarnos al menos una vuelta.
El de la bicicleta se pasaba varias semanas subido, como si lo hubieran pegado con cola al sillín, y no participaba en los juegos colectivos, como si formara parte de una aristocracia a la que los otros, los niños de infantería, no podíamos acceder. Ni nos dejaba una vuelta ni se bajaba del asiento para jugar al fútbol o a las canicas. Estaba tan ensimismado que acabábamos repitiéndole aquella frase hecha, tan usada entonces, que decía: “Estás con la bici como Geromo con la vaca”, sin que nunca llegáramos a saber quién era Geromo.
En mi casa, la bicicleta era un trozo más de la historia de mi familia. Cuando yo la descubrí estaba cubierta de pasado y desde un rincón al que llamábamos el cuarto viejo nos invocaba historias de supervivencia, cuando era el único vehículo de la casa, cuando tenerla era un pequeño lujo para las familias que venían de abajo. Era una bicicleta que se nos quedaba grande a los niños, un armatoste de hierro que en la parte trasera llevaba incorporado un portaequipajes rudimentario que mi padre le fabricó para que fuera una herramienta más de trabajo.
Aquella bicicleta nos parecía cansada, tan lejos de un tiempo que no era el suyo. Cuando yo la descubrí mi padre ya conducía un coche, uno de aquellos Renault 4 que fueron el comodín de los tenderos, mientras que la vieja bicicleta se había ido quedando inservible, expuesta al inapelable óxido del olvido.
En otro tiempo, la bicicleta era tan importante en la familia que solo le faltaba sentarse a comer a la hora del almuerzo. Era la compañera de mi padre en las horas de trabajo y estaba a la misma altura en el escalafón familiar que el carro con el que iba a la alhóndiga. Por las tardes, cuando había que ir a la vega a por huevos o a comprar cajas de verdura, mi padre se subía en la bici, se agarraba la campana del pantalón con el sujetador de hierro, y echaba a pedalear hacia las afueras.
La bicicleta llevaba incorporado un gran faro que funcionaba con una dinamo y estaba cubierta por dos guardabarros que brillaban cuando les daba el sol. Me gustaba jugar con las ruedas cuando estaba parada; me gustaba desmontar el casco del timbre y descubrir su funcionamiento, y me gustaba, sobre todas las cosas, trastear aquel cajetín que formaba parte del vehículo, donde se guardaban las herramientas y los parches para arreglar los pinchazos.
Aquella vieja bicicleta de barra se fue quedando varada. Primero llegó la moto Vespa y después el coche, que la condenaron al olvido. Allí, viendo pasar el tiempo en la oscuridad del cuarto viejo, la vimos envejecer, tan llena de achaques que nunca llegamos a utilizarla en nuestros escarceos infantiles.
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