Se habían casado a plazo fijo, como correspondía a un banquero antiguo como era Manolo Garrido. El suyo era un amor inmortal por lo que estaban obligados a irse juntos. El pasado mes de mayo se reunían en familia para celebrar las bodas de platino en un restaurante. Era la mejor coartada para festejar también la vida después de haber estado recluidos un año por culpa de la pandemia.
Manolo y Paquita llevaban toda una vida unidos y se han ido de la mano. Ella falleció el 16 de agosto y él la ha seguido tres meses después. Juntos abrieron un camino y juntos se han ido. Formaban una pareja sólida y popular. Cuando de recién casados iban de la mano por el Paseo todo el mundo se paraba a saludarlos, porque todo el mundo conocía al banquero y a su joven esposa. Contaba él que algunos domingos, cuando iban con la hora justa a misa o al cine, evitaban tirar por las calles más concurridas para poder llegar a tiempo, ya que siempre se encontraban a algún conocido que los paraba.
Manolo Garrido fue uno de los banqueros más famosos de la ciudad, en una época en la que un empleado de un banco o de una caja de ahorros tenía que conocer a todos los clientes por su nombre, preguntarles por la familia y darles un caramelo. Él era de los cariñosos, de los que se levantaban del asiento para darle un abrazo y un apretón de manos al cliente.
Manolo fue un banquero de vocación desde que en 1949, siendo un adolescente, cruzó por primera vez la puerta principal del Banesto. Era hijo de viuda y en su casa necesitaban un sueldo para salir adelante y qué mejor colocación que en un banco aunque fuera de botones.
Así empezó, y como era un muchacho despierto, con ganas de aprender y de crecer, no tardó en progresar. Don Joaquín Cumella, el magnate del agua de Araoz en Almería y el director del banco, no tardó en quitarle el uniforme y en ponerlo delante del libro de cuentas para que se familiarizara con los créditos. A los tres meses lo nombró auxiliar y de esta forma fue subiendo escalones hasta convertirse en el máximo responsable de la dirección de zona.
El banco fue su gran negocio, pero quizá su inversión más rentable fue el matrimonio. Manolo y Paquita acababan de celebrar el pasado mes de mayo sesenta años de casados. Lo suyo fue un amor acorazado desde que se conocieron en un baile de Nochevieja de los que se celebraban en el Círculo Mercantil.
Él tenía poco más de veinte años y ella iba camino de los dieciocho. Coincidieron de casualidad, gracias a un imperdible que ella acababa de perder. El broche representaba la figura de dos pájaros enamorados, que debieron volar más de lo previsto, porque por mucho que buscaron los invitados al baile, por tierra, mar y aire, el dichoso imperdible no apareció. Aquella escaramuza le permitió conocerla y como Manolo era un joven de negocios, cuando un día regresó de un viaje a Madrid le trajo un detalle con dos pajaritos idénticos a los fugados.
Así empezaron una relación que se prolongó durante ocho años. Un noviazgo eterno y difícil, ya que el rigor de los padres en aquel tiempo era extremo. Salían los domingos a dar una vuelta llena de formalidad y a las nueve de la noche ya tenía que estar ella en su casa. A veces tenían que salirse del cine antes del final para que la novia pudiera cumplir con el horario establecido.
Fueron ocho años pensando en casarse, ahorrando, haciendo cuentas, dejando todo bien atado para que la boda fuera como Dios manda. Como solía ocurrir en aquel tiempo, las parejas no daban el paso definitivo mientras no tuvieran montado el piso. Manolo y Paquita cogieron una casa en la calle Argollones y a fuerza de créditos fueron levantando un edificio. Él tenía un buen sueldo en el banco y ella era la hija del señor Puig, linotipista del Yugo y fabricante de pantalones en sus ratos libres.
Por fin, pudieron hacer realidad el sueño. El 15 de mayo de 1961 contrajeron matrimonio en la iglesia de San Pedro. Allí, delante del cura, se prometieron amor eterno, promesa que han cumplido a rajatabla.
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