No estaban los tiempos para grandes alegrías ni para que la ciudad se echara a la calle a festejar la Navidad. La gran guerra había estallado en el verano de 1914 y en diciembre amenazaba con hacerse eterna, cerrando las rutas marítimas, oprimiendo los mercados y acorralando a economías tan precarias como la de Almería, que se nutría del mineral y de la uva que salían de nuestro puerto hacia Europa y América.
La Navidad de 1914 fue de frío y hambre, de paro y emigración, de comercios vacíos y de un puerto solitario donde solo entraban barcos de subsistencia. Aquel mes de diciembre, con Europa en guerra, la Junta de Auxilio de Obreros, que se había formado para paliar la miseria entre las clases más desfavorecidas, apenas tenía recursos para responder a tanta petición de ayuda de familias enteras que no tenían nada que echarse a la boca.
En las últimas semanas del año la economía almeriense empezaba a sufrir con dureza las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Muerta la exportación de minerales, mal vendida la uva y la naranja, sólo quedaba el esparto que iba hacia los puertos de Italia.
El paro llevaba de la mano el hambre y la emigración desesperada. El Comandante General de Melilla dirigió al Gobernador Civil de Almería un telegrama que decía: “Diariamente llegan gran número de obreros creyendo encontrar aquí fácil trabajo, cuando lo que hacen es aumentar el número de los que se hayan sin colocación. Ruego que tome medidas oportunas”.
En la reunión de las fuerzas vivas de la ciudad se abrió una suscripción mensual y el Obispo habló de los desastres que estaba causando la guerra europea e invocó que todos pidieran a la Patrona, la Virgen del Mar, para que llegara la paz.
La ciudad respiraba una atmósfera de tristeza como no se había visto antes desde los días del cólera. En el puerto apenas había actividad y los comercios y cafés del centro estaban vacíos. Una plaga de pobres tomó las calles, las plazas y las puertas de las iglesias, donde se agolpaban a las horas de la misa diaria para suplicar una limosna. “No se puede andar por las calles, los pobres llaman a todas las puertas y ocupan todas las vías públicas en las que se van escalonando haciendo difícil el tránsito”, contaba en un artículo el periódico La Crónica Meridional.
Aquella Navidad pasó a la posteridad como una de las más tristes que se recuerdan. Para compensar tanta depresión, el comerciante Emilio Ferrera no quiso que se repitiera la historia y al año siguiente, para las navidades de 1915, mandó a sus empleados que los escaparates de su establecimiento, tanto los que daban a la calle de Martínez Campos como los que miraban de frente al puerto, se llenaran de luces y que los juguetes y los regalos lucieran como si se hubiera terminado la guerra.
Ferrera acababa de traer de un viaje a Barcelona un ferrocarril completo que funcionaba eléctricamente, al que no le faltaba ningún detalle: puentes que se alzaban sobre ríos, montañas con pueblos perdidos en la lejanía, estaciones llenas de viajeros y equipajes y un espléndido tren que relucía como el oro con los vagones iluminados por dentro.
No es difícil entender con qué ilusión recibieron los almerienses aquel regalo inesperado de la Casa Ferrera. El tren eléctrico no había llegado para hacer negocio, ya que eran pocos los bolsillos que en aquel invierno de fuerte depresión podían permitirse el lujo de invertir en un juguete que no tenía precio. El ferrocarril de Ferrera era una obra de arte que sirvió para levantar la moral de los almerienses y para que la gente se echara de nuevo a la calle aunque fuera con los bolsillos vacíos. Se formaron colas interminables delante del escaparate, colas que no cesaban ni de día ni de noche. Para poder atender al público que miraba, don Emilio tomó la medida de prolongar dos horas más de lo habitual el encendido de sus escaparates, que no se apagaban hasta que la campana de Santo Domingo anunciaba las doce de la noche.
Eran tiempos complicados, la guerra mundial no terminaba y la economía almeriense tiritaba de frío con los mercados exteriores funcionando a medio gas. La crisis no daba tregua, pero la Casa Ferrera no dejaba de inventar nuevos caminos para llenar de ilusión los corazones infantiles.
Si en la Navidad de 1915 trajo el tren eléctrico de Alemania, en la de 1916 sorprendió a todos trayendo a los Reyes Magos de Oriente y al gran Herodes completando su séquito. El 31 de diciembre publicó en la prensa un telegrama firmado por Gaspar, Melchor y Baltasar que decía: “Decididamente haremos viaje en aeroplanos invisibles aterrizando en la puerta de Belén sobre las siete de la noche del día cinco de enero. Vamos con séquito y también nos acompaña Herodes, que tiene deseos de conocer esa noble ciudad. Aparte de los juguetes enviados llevamos algunos con nosotros y también trescientos paquetes de dulces que deseamos entregar a los niños del Hospicio. Prepararnos alojamiento, sin olvidarse del gran Herodes”, anunciaban los tres Reyes en su correo.
El dos de enero, Ferrera instaló en la tienda un buzón para que todos los niños de Almería fueran a depositar la carta con sus peticiones y en la noche del cinco hizo realidad el sueño de miles de niños que vieron de cerca a los magos recorriendo las calles de su ciudad cargados de juguetes.
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