Al final de la calle del Reducto se abrían tres caminos: uno iba al norte a través de la calle de Chamberí hacia el barrio de la Joya; otro desembocada por el sur en la Plaza de Pavía, y un tercer camino descendía en vertical hacia poniente para llegar al barrio de la Chanca.
Ese descenso hacia la rambla se hacía bajando las escaleras empinadas que descendían por el terraplén y terminaba en la misma rambla de Maromeros (hoy Avenida del Mar), que hasta los años sesenta fue la frontera natural que separaba el barrio de La Chanca del resto de la ciudad. Lugar remoto que todavía conservaba su aspecto rural y morisco donde las viejas ruinas de la muralla se alzaban sobre un terreno salpicado de casas y huertos.
Terrenos de aluvión, siempre expuestos al miedo de que las aguas desbocadas que bajaban del barranco del Caballar se llevaran por delante los sembrados y la vida de la gente y de los animales. Los habitantes de la zona contaban que hasta dos veces habían visto como las aguas del barranco habían tumbado las tapias de la huerta y anegado completamente sus bancales. Tierra fértil que fue despensa de aquellos barrios cuando el mercadillo diario se hacía en la misma calle del Reducto y después en el anchurón de la Plaza de Pavía antes de que existiera el merado estable.
De todo aquel universo de sembrados y acequias, el más fecundo fue el de la llamada Huerta de Cadenas, un antiguo oasis que estuvo produciendo verdura hasta que urbanizaron la rambla. En los años cincuenta, la huerta la trabajaba en arrendamiento el matrimonio formado por Miguel Hernández y su mujer, Rosa Martínez. Vivían en la casa-cortijo que hasta al lado de las tierras donde sembraban maíz, patatas y las mejores verduras que se cultivaban en la ciudad.
El hijo del matrimonio, conocido en el barrio por Antonio ‘el fanegas’, preparaba al amanecer los manojos de lechugas, de rábanos y acelgas recién cogidas, y las vendía en los puestos ambulantes que se instalaban en el cruce entre la calle Reducto y la subida de Chamberí. La huerta tenía higueras, chumberas y una enorme enredadera que cubría el porche de la casa, creando un espacio umbrío donde las muchachas se sentaban a tomar el fresco.
En el cortijo se criaban conejos, gallinas, cabras que abastecían de leche al barrio, cerdos que se sacrificaban en las matanzas de noviembre.
La finca tenía también un hermoso lavadero de cuatro pilones con balsa para los desagües, que era tan antiguo como el lugar. A comienzos del siglo pasado convivían en la misma rambla cuatro lavaderos: dos en la conocida como Huerta de Bover, uno de la Huerta de la Salud, y el lavadero de la Huerta de Cadenas, donde hasta hace medio siglo iban las mujeres de La Chanca a lavar la ropa. En tiempos de epidemias, el lavadero era clausurado por temor a que las aguas estancadas fueron un foco de contagio.
Aquello era un mundo aparte, un trozo de ciudad que vivía al margen de la ciudad, un barrio con sus propias formas de entender la vida donde se habían conservado como en ninguna otra parte las viejas costumbres. Bastaba con bajar los escalones del terraplén del Reducto para entender que en la rambla de La Chanca se encerraba un universo que había cambiado muy poco en siglos. Entrar allí era como volver al origen, a los primeros tiempos: los viejos torreones y los restos de las murallas derruidas por el paso del tiempo, donde era posible encontrarse a una familia viviendo debajo de los muros; el río constante de vida que iba y venía de los cerros habitados; y sobre todo, las huertas y su culto al agua que convertían la rambla en un vergel.
Cuando la gente no tenía agua en sus casas, cuando el váter era un escondrijo entre chumberas, las huertas ofrecían sus balsas y sus lavaderos para que en medio de la escasez destacara la blancura de la ropa recién lavada como bandera de una pobreza digna e irremediable. Al lavadero de la Huerta de Cadenas y al lavadero de la Salud iban en procesión las mujeres del barrio, cargadas con sus cubos llenos de ropa, seguidas de una cuadrilla de chiquillos que se quitaban los churretes en las balsas y después se tendían en los muros para secarse al sol.
En la Huerta de Cadenas había una noria que sacaba un gran brazal de agua y un pozo con un motor que extraía el ‘oro’ de la tierra en los meses de sequía.
En los años cincuenta, en su viejo lavadero construyeron pilas individuales. Y el milagro del agua se mezclaba con la maravilla de sus huertos, donde a fuerza de agua, sol y estiércol crecían los rábanos, los tomates, las lechugas y las acelgas como flores de una primavera infatigable.
La finca disponía también de una era para que se secara el maíz, donde había que quedarse de noche montando guardia para que no entraran a llevarse el género. Del maíz se aprovechaba todo, hasta la farfolla de las panochas, que bien limpia se utilizaba después para venderla como relleno de los colchones. Las verduras de las huertas de La Chanca se vendían después en los mercadillos y eran el pan de cada día en las pequeñas tiendas de barrio.
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