El último viaje del obispo dulce

El entierro de don Alfonso Ródenas fue un duelo colectivo, una procesión multitudinaria

El féretro de don Alfonso llegando a la puerta de la Catedral.
El féretro de don Alfonso llegando a la puerta de la Catedral.
Eduardo de Vicente
07:00 • 13 dic. 2021

El entierro se convirtió en un espectáculo. Había más gente en la Plaza de la Catedral que en la madrugada del Cristo de la Escucha. Era imposible encontrar un hueco libre ante tanta expectación, como si se tuviera la certeza de que el obispo iba a resucitar.



Como en una tarde de Viernes Santo, no faltó ni el vendedor de los frutos secos dispuesto a sacar tajada del llanto colectivo. Se podían vender cacahuetes y garbanzos, pero con condición de que el ambulante no coreara sus mercancías como lo hacía en la feria o en el fútbol.  



Los balcones de las casas estaban al completo,  los más jóvenes trepaban por los barrotes de hierro de las ventanas del colegio Diocesano para no perderse detalle del cortejo y los más viejos aguantaban desde varias horas antes en primera fila para que nadie les tapara la visión. ¿Era tan querido el difunto obispo o es que en Almería aprovechábamos hasta un entierro para celebrar algo? Posiblemente, las dos cosas. Don Alfonso tuvo un fértil ‘reinado’ apostólico en nuestra diócesis y como era un tipo campechano, de los que se acercaban a los parroquianos y llevaban un gesto cariñoso en el bolsillo, se ganó muchos cariños. Además,  como aquí nunca pasaba nada, un funeral de un personaje célebre se vivía como si fuera un gran espectáculo. 



Era una tarde fría de noviembre; el sol se escondió con prisas y una capa delicada de niebla fue tomando las calles. Cuando las campanas de La Catedral dieron las cinco no había una tienda abierta en la ciudad, los coches dejaron de circular, los cines no abrieron sus puertas y los colegios también permanecieron cerrados en señal de luto para regocijo de los alumnos, que en aquellos tiempos sufrían en sus carnes las consecuencias del horario rígido de entonces que los obligaba a una doble sesión diaria: por la mañana y por la tarde. 



Aquella tarde tenía los silencios de un Jueves Santo antiguo. En el interior de las casas la gente hablaba en voz baja y los aparatos de radio y televisión permanecieron apagados. La muchedumbre, que a primera hora fue tomando las calles, caminaba silenciosa hacia el templo. Cuando la Plaza de La Catedral se quedó pequeña, el gentío fue ocupando las calles por las que tenía que pasar el cortejo fúnebre. Querían ver por última vez a don Alfonso Ródenas, el obispo de la gente, el religioso que se codeó con los pobres en los arrabales,  el que llevó el dispensario a La Chanca y subió por los cerros del hambre como un enviado divino.



El obispo difunto había pasado la noche en su palacio arropado por los seminaristas que hicieron turnos para velarlo. A las cinco en punto de la tarde el féretro, llevado a hombros por sacerdotes diocesanos, cruzó la plaza para buscar el templo en medio de la multitud que se esforzaba por ver por última vez al prelado. El cadáver llevaba entre sus manos un crucifijo que había pertenecido a la madre del obispo y que por expreso deseo de don Alfonso fue parte de su escaso equipaje para el viaje definitivo.



Cuando terminó la misa, la procesión recorrió las calles cercanas antes de que llegara el momento del entierro. De regreso a La Catedral, el féretro fue conducido al sepulcro que el propio obispo se había ido preparando en vida en la cripta de la capilla de San Indalecio. Quería descansar para siempre junto a los religiosos que cayeron en la guerra civil.



Alfonso Ródenas García llegó a Almería el 26 de octubre de 1947 para ocupar el cargo que había dejado vacante Enrique Delgado y Gómez. En sus años de mandato, Ródenas fue un obispo de calle, un hombre práctico que quiso vivir de realidades más que de sueños. Le gustaba codearse con los vecinos, escuchar los problemas de los barrios y buscar soluciones. En La Chanca lo recuerdan como el religioso que les hizo el dispensario moderno; llevó la palabra de dios por las cuevas más deprimidas y además mandó medicinas, raciones de pan y leche en polvo, que era lo que más falta le hacía a la gente.


Don Alfonso no paraba de crear, quería movimiento a su alrededor, ver a sus colaboradores trabajando y produciendo. Desde su llegada, puso especial interés en la creación de un nuevo Seminario que él mismo pudo inaugurar en 1953, en la carretera de Níjar.  Fue fundamental en la construcción de la ermita de la Virgen del Mar de Torre García y en la restauración de la ermita de San Antón. Fundó el colegio Diocesano en el caserón del antiguo Seminario y fue el responsable de la creación de la Casa de Acción Católica en 1960, en el antiguo caserón de los Jover, en la calle Arráez.


La Casa de Acción Católica significó la culminación de una vieja aspiración del obispo. Don Alfonso quería tener un lugar dirigido por la iglesia, pero alejado de las ceremonias de un templo. Quería un sitio distinto para la formación de los jóvenes en su tiempo libre, un escenario más moderno, adaptado a los nuevos tiempos en los que la juventud empezaba a alejarse de los rituales eclesiásticos. Los curas modernos de los años sesenta, que iban de paisano y rezaban con guitarras, se reunían con las pandillas de jóvenes en la Acción Católica a hablar un rato de Dios.


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