Lo más duro no era el largo viaje, ni las curvas de las carreteras de madrugada, cuando se hacía imposible quedarse dormido en el asiento. Lo más duro era atravesar esa frontera sentimental que significaba dejar tu tierra atrás, tus calles, tus plazas, tu familia, tus amigos, con la incertidumbre de no saber si volverías.
Del cansancio del camino se recuperaban después de una noche de descanso, pero la herida que dejaba el exilio no se llegaba a cerrar jamás y por muchos años que pasaran cada vez que escuchaban el nombre de su tierra acababan llorando como solo lloran los niños.
Los almerienses que se iban al extranjero, sobre todo a Francia y Alemania, lo hacían con el billete de vuelta en el bolsillo, sabiendo que tarde o temprano regresarían, pero aquellos que cogían el destino de Cataluña se marchaban con la incertidumbre metida en el corazón.
Casi todos los trabajadores que cruzaron la frontera francesa volvieron, unos antes de tiempo cuando ahorraron dinero para vivir y otros cuando les llegó la hora de la jubilación. Sin embargo, muchos de los emigrantes que se fueron a Barcelona se quedaron para siempre porque allí se criaron sus hijos y allí nacieron sus nietos, y el lazo sentimental que los unía a la familia acabó ganándole la partida al recuerdo de la patria chica.
En mi barrio vivía una familia que se fue a San Feliú de Llobregat y allí acabó echando raíces. El primer verano que vino, a pasar el mes de vacaciones, uno de los hijos, el mayor, que no tendría más de catorce años, regresó con el acento cambiado y mezclando frases en español y en catalán. Esa ambigüedad del lenguaje nos confundía a los otros niños hasta que uno acabó diciéndole al charnego: “A quién vas a engañar, Antoñico, si tú te has criao enfrente de la perrera apedreando gatos y cogiendo vinagreras de la huerta del cura”.
Cataluña, para tantas familias almerienses, significaba la oportunidad de sus vidas, la posibilidad de escapar de la pobreza y de la falta de expectativas a la que estaban condenadas en aquella Almería que aún no se había recuperado de las heridas de la posguerra. El goteo de emigrantes fue constante desde que acabó la guerra, pero fue en la década de los cincuenta cuando alcanzó sus cotas más altas.
Mi tía María Vicente y su marido, Antonio Rueda, formaron parte de una de aquellas listas de emigrantes que terminaron en Barcelona. No tenían trabajo ni una casa donde vivir y se marcharon en busca de un resquicio de esperanza. La suerte estuvo de su lado y antes del año volvieron con los bolsillos repletos tras un golpe de fortuna en la lotería.
Ellos, como la mayoría de los que tenían que hacer las maletas y marcharse, lo hicieron por carretera, en uno de aquellos autocares que el empresario Paco Gázquez, propietario del Hotel Fátima, puso en funcionamiento en los primeros años cincuenta. Tenía la exclusiva de la Casa de Almería en Barcelona y disponía de cuatro ómnibus bien equipados: dos Leyland ingleses, un OM suizo y un Albion también británico que recorrían las lentas carreteras que unían el sur más olvidado de la península con el norte más próspero.
Era un viaje interminable, una odisea de un día completo de camino. El autocar salía de Almería a las diez de la mañana, desde la calle de Santos Zárate y llegaba a Barcelona a las ocho de la mañana del día siguiente. Al frente del volante iban grandes conductores como Rafael Plaza, Luis Montesinos y los hermanos Losilla, que además de su destreza como conductores tenían que hacer las veces de mecánicos y de centinelas, ya que la mayoría de los viajes los hacían sin otro chófer de refuerzo, descansando en las paradas del camino.
El primer descanso se hacía en el bar La Parra de Huércal Overa, donde los pasajeros almorzaban a base de bocadillos y echaban la vista atrás para llevarse el último recuerdo de su tierra. La cena la hacían en Valencia, en un local de El Saler, y de madrugada hacían la última parada en una venta de Benicarló conocida como ‘las tetas’ en honor de los atributos de la dueña.
En uno de los autocares de Paco Gázquez se fue el cantante almeriense Manolo Escobar cuando dio el salto a la fama. Llevaba ya algunos años en Cataluña con sus hermanos, pero no fue hasta mediados de los cincuenta cuando recogió todo su equipaje y se marchó para siempre con la certeza de que el primer disco que tenía metido en la cabeza lo iba a convertir en una estrella.
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