En aquellos días brutales de humo y metralla, en la ciudad de Almería habitó un hombre noble -desaparecido por humilde del mapa de la historia doméstica- que se llamaba Salvador García. Para los abundantes devotos de uno de los iconos de Almería como es la Virgen del Mar, debería ser alumbrado cada noche con una lamparita.
Gracias al instinto de querer saber, Marina Garcia Molina, una de esas feligresas de la patrona de Almería, que fue secretaria de la Asociación de Viudas de la Virgen del Mar, hemos sabido de la existencia de este Salvador -en sentido lato, como nombre de pila y adjetivo- que vino de Berja y que gracias a su valentía-también a la de otros- se pudo salvar de las llamas la imagen de madera de nogal que un día de 1503 hallara aquel vigía Andrés de Jaén sobre la arena mojada de Torregarcía.
La historia de Salvador es la de un sencillo zapatero ortopédico de origen virgitano que se avecindó con su esposa, Visitación Fernández, en el número 32 de la calle Real, al lado del actual Colegio de María Inmaculada. Allí fueron naciendo sus siete hijos: Rosalía, Pedro, Fuensanta, Carmen, Veneranda, Salvador y María del Mar.
Esta última aún vive con 83 años tras una vida como monja en el Hospital Provincial de Almería y después en Málaga. Desde la Residencia de las Hermanas de la Caridad en El Palo llegaba esta semana su voz untada de acento almeriense recordando a su progenitor: “Mi padre Salvador era un hombre muy recto, muy formal, yo nací después de la Guerra, pero me contó todas las penalidades que tuvo que pasar para conseguir salir con vida y ocultar en secreto a la Virgen del Mar, a mí me pusieron María del Mar por la Virgen y me eduqué en el vecino colegio de El Milagro”.
Además de zapatero, Salvador era conserje en la Audiencia provincial y trabó una gran amistad con José Pérez Gallardo que era magistrado, al que ayudaba a diario al regresar a su casa, ya que se movía en silla de ruedas.
Durante algunos años de la República se prohibieron las procesiones y meses antes de que comenzara la Guerra, el Padre Ramón Ballarín, prior de los Dominicos, ya empezó a temer que el patrimonio de la Iglesia de la Patrona pudiera ser dañado. Ballarín trazó, por eso, un plan y consiguió la autorización para hacer una réplica de la imagen mariana que realizó el escayolista Francisco Alvarez Lloret, profesor de la Escuela de Artes y Oficios.
El dominico informó al obispo Diego Ventaja de la copia realizada. En febrero del 36 dieron el cambiazo de la imagen en el Altar Mayor, pero la visita inesperada de los Duques de Algeciras, fieles devotos de la Virgen del Mar, provocó que volvieran a reponer la auténtica. Hasta el 22 de mayo de 1936, día en el que se hizo ya el cambio definitivo. Los dominicos decidieron que se escondiese en la casa de doña Angustias Pérez Gallardo, una de las más fervorosas beatas de la Virgen, que, además, vivía a escasos metros del santuario, en la entonces Plaza de Santo Domingo, donde después se levantó el sanatorio de la familia Castillo.
Era una vivienda burguesa de dos plantas, propiedad de los ancianos don Ramón Lorenzo López y de su esposa María Gómez Fernández, quienes habitaban la planta superior junto a su hija Emilia Lorenzo, su marido Francisco Moreno y sus cuatro hijos: Francisco, Ramón, Ana María y Manuel.
En la planta baja es donde residía doñas Angustias y su hermano el magistrado. El traslado se hizo el 23 de mayo, al medio día, cuando menos gente había en la calle, a cargo del hermano lego fray Luis, quien llevó a la Virgen del Mar apoyada en el hombro con la cabeza envuelta en algodones y un trozo de tela rojo. Ya en la casa de doña Angustia, introdujeron la reliquia en un barril de uva, protegida por serrín y corcho en el hueco de una escalera de caracol utilizado para depositar leña y carbón.
Comenzó la Guerra con la Virgen en el barril, detuvieron a un hermano de doña Angustias, el procurador Lorenzo Pérez Gallardo, y temiendo caer presos también en el Ingenio, doña Angustias y su hermano decidieron esconderse en Alhabia, junto a un pariente, el farmacéutico José Sánchez Vivas.
Antes de abandonar la vivienda, doña Angustias pidió a Salvador, el zapatero virgitano, que se fuera a vivir a su casa para cumplir con una misión importante: custodiar a la Virgen escondida junto a la carbonera. Era ya mayo de 1937 y el zapatero no se lo pensó dos veces, puesto que su casa había quedado maltrecha a consecuencia de uno de los obuses lanzado por el acorazado alemán que tantos destrozos causó en la ciudad.
Su hija María del Mar recordaba también desde Málaga que cuidó de la casa como la suya propia, a pesar de que sufrió muchos registros por parte de milicianos. Durante dos años, de día y de noche, durmió con el pálpito en el corazón de que la imagen de la Patrona fuera descubierta y aniquilada, a pesar de que no era demasiado practicante de la religión. Se corrió el rumor en la ciudad, en el otoño de 1938, cuenta Marina García Molina, de que la Virgen solo era cara y brazos y que en el interior estaban las joyas de los Marques de Alfaraz. Por eso hubo registros en muchas casas cercanas a la Plaza del y se destruyeron enseres relacionados con la religión. El santuario de la Patrona fue incendiado al comienzo de la Guerra y Almería entera creyó que entre sus cenizas había ardido también la Virgen del Mar.
Al terminar la Guerra hubo Tribunales de Depuración por los que, curiosamente, tuvo que pasar Salvador, el salvador de la Virgen, por haber estado afiliado al sindicato UGT. La intervención a tiempo del padre Ballarín lo libró de una pena de destierro, a él, que se había jugado la vida por defender una imagen de la que no era especialmente devoto.
Cuando se corrió la voz de que la Virgen se había librado de las llamas, nadie se acordó ya de aquel humilde zapatero que llegó de Berja.
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