En 1926, con viente años recién cumplidos, tuvo que hacer el equipaje para marcharse a Nacimiento, que en aquel tiempo era una aldea escondida en el límite entre Granada y Almería. Acababa de terminar la carrera y estrenaba su primer destino con la ilusión de una joven que creía de verdad en su oficio.
Se puede decir que Joaquina Cruz Ríos fue maestra desde que era una niña y se quedaba encandilada escuchando las explicaciones de su vieja profesora. Sintió la vocación de forma prematura y a ella dedicó los mejores años de su vida. Ejerció el magisterio en cuatro etapas distintas de la historia de España: la dictadura de Primo de Rivera, la República, la Guerra Civil y el Franquismo.
Doña Joaquina fue maestra por encima de la circunstancias históricas, adaptándose a cada período con una gran dosis de pedagogía y amor a su profesión. Fue maestra de profunda vocación. Contaba, que de niña, antes de ir al colegio, ya soñaba con ser profesora en los juegos infantiles. En 1912, con seis años recién cumplidos, su madre la apuntó a la escuela de doña Angustias, en la calle Real. Allí aprendió las primeras letras y allí descubrió que no podía ser otra cosa que maestra.
De aquellos primeros años recordaba el respeto, mezclado con una dosis de devoción, con que las niñas trataban a su profesora y la aventura que suponía acudir a clase cuando llovía más de la cuenta y la calle Real, entonces de tierra, se convertía en un río.Si la tormenta era fuerte los niños no iban al colegio y si era moderada había que colocar tablas a modo de puente para poder cruzar de una acera a otra.
Pasó después por el instituto, por la Escuela Normal de Magisterio y en 1926, con 20 años, le dieron su primer destino. En sus inicios, primero en Nacimiento y después en Gafarillos, tuvo que trabajar con las directrices que le marcaron, primero la dictadura de Primo de Rivera y después los nuevos métodos educativos que pusieron en marcha los gobiernos republicanos. Ella sobrevivió a todos los cambios políticos y al trabajo duro de jornadas interminables donde después de las agotadoras horas de clase se encerraba en su casa y a la luz de un candil se pasaba las noches enteras haciéndose el ajuar para poder casarse.
En 1930 contrajo matrimonio con Manuel Díaz Plaza, con el que tuvo dos hijos. La familia se trasladó en 1934 a Felix, donde le dieron la plaza y donde doña Joaquina se convirtió en la mujer más querida del pueblo.
En Felix le cogió la Guerra Civil. En aquellos años de incertidumbre, muerte y dolor, fue maestra y a la vez madre de todas aquellas niñas que se pasaban los días enteros en el colegio. Durante los tres años que duró la contienda, no hubo vacaciones y la escuela fue un refugio físico y sentimental.
A Doña Joaquina todas sus alumnas la recordaban siempre vestida de negro. Fue de luto desde que en 1940 murió su marido, víctima de la represión política. No volvió a casarse y orientó todas sus fuerzas y sus ilusiones a cuidar de sus hijos y a la escuela.
A pesar de la época que le tocó vivir, fue una pedagoga excepcional, preocupada porque sus niñas aprendieran a amar disciplinas tan importantes como el teatro, la música, la poesía y la naturaleza. Llegó a organizar obras de teatro con los vecinos para recaudar dinero y poder comprar los santos del pueblo, que en los años de la guerra habían sido quemados y lanzados por el puente. En primavera, cuando las tardes se alargaban anunciando el verano, sacaba a las niñas de excursión y les daba las lecciones en contacto con el sol, el viento y el campo, utilizando el método de la observación directa.
Un par de veces al año aparecían por el colegio los inspectores. Unas veces iba don Genadio Gavilanes y otras doña Josefina Baró. Aunque solían avisar con tiempo, en ocasiones se presentaban por sorpresa, dándole un buen susto a la maestra, que no tenía nada preparado para encandilar a la autoridad. El día que se sabía que iba a ir el inspector, las niñas iban recién lavadas y vestidas de domingo como si en vez de al colegio fueran a oir una misa a la iglesia del pueblo. Si el inspector pedía una voluntaria siempre salían las más listas, que levantaban la mano seguras del éxito. Todo estaba ensayado y sabían recitar de memoria el catecismo de Ripalda y las cuestiones de política que aprendían en aquel libro llamado ‘Yo soy español’, con el que el régimen adoctrinaba a los niños para ser buenos españoles y mejores cristianos.
En 1963 doña Joaquina dejó el pueblo y consiguió plaza en Almería, en el colegio del Barrio Alto, donde estuvo ejerciendo hasta que le llegó la hora de la jubilación en 1971. A lo largo de más de cuarenta años de profesión, dejó su huella de maestra y madre en varias generaciones que la han tenido de ejemplo a lo largo de su vida.
Doña Joaquina enseñaba modales, a poner la mesa, a bordar, a coser, a comportarse ante las visitas, a respetar al prójimo, a mirar sin recelo. Las niñas, a la salida de clase, iban pasando una a una delante de su mesa y le decían: “Que usted lo pase bien. Ave María Purísima”. Y ella les contestaba: “Hasta mañana si Dios quiere”.
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