Fue un día muy normalico de finales de octubre, de esos días sin alma aparente que se deslizan por el vetoño almeriense y a esas horas en que el reloj busca desesperadamente su destino frenético, cuando los vi desafiar a la mañana en un parquecillo de la Avenida del Mediterráneo. Eran dos viejos atados a un andador. Viejos con sus ropajes ocres y frescos, sus sombreros iguales, su igual parsimonia, sus mascarillas recién puestas y su mirada al suelo. Viejos sin tiempo, pero con todo el tiempo del mundo.
El caminante con prisas se detuvo ante la escena. Una foto, dos. Con disimulo. Después siguió con su impaciencia hasta Nueva Andalucía y, muy cerca del Rafael Florido, se topó con otro viejo con bigote que jugaba a ser abuelo. Era el gran Reina, profesor excelso del IES Alhadra en aquellos 90 en que el estudiante no sabía qué demonios eran los wikis y estaba obligado a leerse, uno por uno, en un ejercicio de absoluta introspección, la literatura de nuestra línea del tiempo más española y recia: que si el buen amor, que si la vida es sueño, que si nada te turbe.
Nada sabía del transeúnte el señor Reina, salvo que fue maestro de un tipo muy de andar por casa. Ni siquiera debía acordarse del tema de aquel COU: Machado, Antonio, con sus campos de Castilla y sus soledades y su búsqueda de una felicidad que siempre le fue esquiva. Pero el viajero, sí. Vaya que sí. Pensó el caminante en el tiempo que el tiempo quemó, los treinta años de pasos andados y desandados y lo que sembró aquel dulce y abstraído poeta cuya patria fue un limonero y cuya vida, advenediza, fue la de un forastero en tierra nueva. Luego el señor Reina se fue, con su sonrisa noblachona, tímida y sutil, y el paseante se dijo: ya soy más viejo que eras tú.
El andador
El tiempo es, quizás, lo que menos preocupe a esos dos viejos con taca-taca. Saben que ya han superado la barrera franqueable de la estadística marmórea (81,27 años: INE, 2020). El año en que el general monocolor se fue, un almeriense vivía 72,7 años de media, aunque se arrugaba como parralero al sol a los cincuenta y parecía un anciano decrépito a los sesenta y cinco. La Constitución trajo aires limpios y eso se notó, pues en 1980, con aquel Suárez valiente pero sitiado por los nostálgicos, subió a los 75. En el 85, cuando Carboneras se abonó al carbón en su bonito puerto y Felipe culminaba su primer trienio que si OTAN sí, que si OTAN no, ascendió a 76,7. Con la amarga victoria de Aznar, aquella dulce derrota de los bonsais (1996), Almería superaba ya los 77 años de esperanza de vida, que progresó hasta los 78 y medio en el inicio del segundo milenio, y superó, por vez primera, los 80 tacos en medio del tsunami de la crisis del ladrillo y las subprime (2008), para acabar trepando a los 82 en 2019.
Con el andador como inseparable amigo, esos viejos saben, sobre todo, de libertades conquistadas. Les costó tanto gatear por el ascensor social que ahora se agarran a la calle en una cruzada diaria por ganarle vida a los días. Pero no todos pueden hacerlo alejados de la sombra de eso que la Madre Teresa llamaba la enfermedad del siglo: la soledad. Piensa el caminante en la suerte que tiene el señor Reina, que vive con su mujer rodeado de obligaciones de yayo, mientras 60.000 almerienses sobreviven solos -la mayoría, por viudedad-.
A cierta edad, las presencias se tornan ausencias, los compañeros de viaje entonan un hasta luego, los hijos se guarecen en la líquida sociedad de Bauman y las tardes son para Juan y Medio -la soledad compartida es menos soledad-. Bien lo saben en el Teléfono de la Esperanza -barrio de Villablanca, Almería, 950-269999-: en los seis primeros meses de este año han registrado 3.044 atenciones. Eso de registrar no es otra cosa que levantar el aparato y escuchar dialógicamente. Empatía, dice la modernidad. Humanidad, simple humanidad, que es eso que nos distingue como especie: el altruismo en la defensa del débil.
En unos días, la Nochebuena nos sentará en el vagón de la niñez, que es esa edad del alma que se resiste a irse (...pero en el recuerdo soy también el niño que llevabas de la mano), y el trenecillo de la memoria, con sus olores, licores y villancicos, viajará al vacío, cual el viejo Scrooge, en busca de aquello que fuimos. Cada 24 de diciembre, cuando muchos celebran no sé qué fiesta de concordia del solsticio de invierno sin echar cuentas de que el que nace es Jesús, en la casa de quienes viven solos o solos se sienten aparece el espíritu de las Navidades pasadas. Sabe el espíritu que no hay ahí un avaro, sino un humano solo. Y ligero, como Machado, de equipaje. Y desnudo, tan desnudo como una tarde parda y fría. Triste epílogo para muchos hijos de la guerra, a quienes les queda la esperanza de la amnesia. O de la fe.
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