La Navidad empezaba el día de la lotería, cuando desde la cama, nada más abrir los ojos, escuchábamos las voces de los niños de San Ildefonso en el aparato de radio que casi todos teníamos en el comedor. Abrigados debajo de las mantas, disfrutábamos de aquellos instantes soñando, no con la suerte de la lotería, sino con la realidad de las vacaciones que teníamos por delante.
Era una Navidad con menos luces, con menos artificio, unas fiestas sencillas al compás que marcaban las zambombas y las panderetas, que eran los instrumentos oficiales, los que ponían la música cuando la televisión no se había instalado aún en la mayoría de los hogares y las canciones y los villancicos se cantaban en los colegios, en las calles y alrededor de las mesas de camilla y los braseros.
La calle oficial de la Navidad, por encima del Paseo o de la Puerta de Purchena, era la del Obispo Orberá, en ese primer tramo hacia el Mercado Central donde se instalaban las mujeres con sus puestos de zambombas. Aquella esquina era la fábrica del frío, donde siempre soplaba el viento por muy tranquilo que fuera el día. Recuerdo la imagen de las vendedoras abrigadas hasta los ojos, sentadas en sillas humildes aguardando a que llegara algún comprador y un poco más abajo, en la misma acera, la estampa de los cocheros que allí tenían su parada, improvisando una lumbre en un bidón de lata con cuatro palos viejos.
Almería tuvo hasta los años sesenta una importante tradición en la fabricación de zambombas. En la Almería de los años cincuenta había dos talleres que eran los más fecundos en el noble arte de la fabricación artesanal de la zambomba. En el barrio de Los Molinos estaba la factoría de los tejaleros, que dirigían Diego Soriano y Antonia Rodríguez. Ellos, a diferencia de otros del oficio, elaboraban la zambomba completa, desde el tiesto hasta las flores que la adornaban. Les decían ‘los tejaleros’ porque tenían un tejar en el barrio de Los Molinos, en la calle Castillo, cerca de la carrera del Mamí. Era una industria antigua que montó Diego Soriano Vascuñana, donde hacían ladrillos, lebrillos para las matanzas y cuando se acercaban las fechas navideñas, las zambombas que se vendían en Almería.
El tejar fue siempre un negocio familiar donde también trabajaba la mujer del propietario, la señora Antonia Rodríguez López y los hijos del matrimonio. Ella se hizo una experta en la fabricación de zambombas y en los años cincuenta se convirtió en la única artesana en la ciudad que las hacía completas, desde el cilindro hasta el pellejo y los adornos. Tenía gran habilidad para confeccionar artísticas zambombas y era célebre en Los Molinos porque la piel de los conejos, con la que se hacía el instrumento, la estiraba con gran maña utilizando la fuerza de la boca.
Era un espectáculo ver a Antonia Rodríguez dirigiendo el puesto junto a su marido y a sus hijos. Con qué gracia se ganaba la atención de las mujeres que pasaban hacia el Mercado Central, pregonando la calidad de sus instrumentos. Cuánto batallaba para que le dieran las ocho pesetas que costaba entonces una zambomba, “una ganga” como ella solía decir.
En el barrio de la Caridad existía otra importante industria zambombera, que durante más de treinta años abasteció a media ciudad de este instrumento navideño. Era el taller de Horacio Sánchez Jiménez, más conocido en Almería como Horacio el municipal. El hombre estaba destinado por las mañanas en el puesto que los guardias tenían en la Plaza de Abastos, controlando los precios y los pesos de los comerciantes y además dirigía su familiar industria de zambombas.
En aquellos años el sueldo de un municipal alcanzaba lo justo para poder sobrevivir, por lo que para poder mantener una familia con cuatro hijos el bueno de Horacio tenía que hacerse fuerte en su segundo oficio. Cada año, cuando llegaba el mes de noviembre, la casa del número siete del Paseo de la Caridad se transformaba en un taller. Compraban las tejas en la fábrica de Los Molinos y en el patio de la vivienda limpiaban los pellejos de los conejos; le colocaban los carrizos y sacaban las piezas a que se secaran sobre la misma acera de la puerta de la casa.
Por la noche, las hijas de Horacio, ayudadas por sus amigas, se encargaban de adornar las zambombas con papel de todos los colores, haciendo auténticas filigranas. En su afán de rizar el rizo, las muchachas acaban fabricando zambombas en miniatura que se utilizaban como adornos del árbol de Navidad.
Todo tenía que estar preparado para el ocho de diciembre, el día de la Inmaculada, que entonces marcaba el comienzo de la Navidad para la mayoría de los comerciantes de Almería.
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