En la calle, Juan Antonio, era Barrios: cuando deambulaba como un caballero andante por el viejo barrio, cámara en ristre por adarga y paso ligero por rocín; cuando se dirigía a algún sarao con los ojos brillantes del que disfruta con lo que hace; cuando vendía zapatos en Obispo Orberá ; o cuando vestía o desnudaba a su Virgen de la Merced.
Juan Antonio era Barrios para todo el mundo, para sus vecinos de la calle Real, para sus compañeros cofrades del Prendimiento, para las divas almerienses que posaban para él, mientras disparaba y disparaba con su cámara al cuello como si no hubiera un mañana.
Juan Antonio era Barrios para todos los almerienses que ayer desbordaron las redes sociales con mensajes de cariño por su marcha: no hace falta ser importante para ser querido. Aunque él era las dos cosas, sin duda: para la posteridad quedan sus miles de fotos durante más de una década de toda la crónica rosa acontecida en la provincia, desde Adra hasta Pulpí, desde Aguadulce hasta Los Vélez, desde una fiesta de moros y cristianos, a un carnaval, desde la merienda de los toros de José Alemán, a los premios Macael, desde una procesión a la visita de un ministro.
Juan Antonio siempre era Barrios, como digo, menos cuando aparecía por la redacción de La Voz. Entonces era cuando se transformaba en Mc Guirado, su nombre de guerra, y sacaba toda su artillería para arrancar sonrisas de media tarde.
Lo que deja una persona son sus hechos, pero también sus palabras, su lenguaje, sus frases, sus dichos. Y McGuirado tenía muchos.
El ritual era el siguiente: se le veía llegar alegre, bullicioso desde el pasillo: “Paco descárgame las fotos de la tarjeta; ¿Antonia, en qué ordenador me pongo? “Simón, eso lo saben los vivos, los muertos y hasta los que se van a morir” “Pedro, te digo yo que se de muy buena tinta que los reyes vienen a Aguamarga”, “Alicia, vamos a echar un cigarro”, “Antonia, me queda un minuto para entregar”, “Pajarón, eso yo ya lo sabía”, “es que yo hago crónica, Eva”, “me comería ahora un bocadillo de morcilla con mortadela, Fernández”. Y así toda una batería de ocurrencias de las que ya todos éramos cómplices de ese reportero sui géneris que se nos acaba de ir.
Barrios (McGuirado) era el típico reportero de calle que no decía no a nada, intrépido, atrevido, temerario. Barrios era Barrios. Inimitable. Hace unos días llamó al periódico un nieto de Rodolfo Lussnigg, el del Hotel Simón, preguntando para cubrir un cumpleaños, “alguien como Barrios”, dijo. Pero no había nadie con su aleación. Barrios patentó, además, una particular fórmula para no equivocarse con los pies de foto de las páginas sociales: preguntaba al fotografiado “Oiga, usted cómo se llama, nombres y apellidos” e iba pasando la grabadora por las mesas, para evitar apuntarlo en una libreta.
Barrios nunca descansaba, hasta en las cenas privadas de compañeros del periódico aparecía con la cámara para inmortalizarnos. Era pura pasión, para los bueno, para lo malo y para lo regular. Un torbellino, un potro desbocado, al que a veces trataban de apaciguar sin conseguirlo.
El hombre era así, como un Don Quijote de la Mancha sin jubón, flaco, con una nariz tan generosa como su sonrisa, siempre andurreando por los caminos, entre los veladores de los bares, en las celebraciones y festines, entre los tronos de las procesiones, entre los pregones, bodas y comuniones, nadando y guardando la ropa en los copetines, cogiendo un canapé de tortilla con una mano y con la otra ajustando el flash para enmarcar las piernas de Mar Segura.
Barrios era así, un diamante en bruto para cualquier redacción de periódico, un toro salvaje al que era imposible domesticar. “Venga, pónganse todos para la foto, que es la que va a salir en la portada de La Voz el domingo”. Y ahí se veía a Juan Antonio en los Premios del Andarax o del Poniente a pie de escenario, arengando a Amat a que se juntase con Teruel, silbando al premiado en Deportes para que no tapara a premiada de Economía, advirtiendo a la presidenta de la Audiencia para que levantase más la barbilla; o cogiendo del brazo al gran Benito Gálvez para que se hiciera una foto con Eugenio Gonzálvez en el photocall. Encamando, en el sentido fotográfico, a unos y a otros para no sacar fotos aburridas. Para los compañeros era como ‘el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo’, siempre cariñoso, a veces pesado, excesivo en casi todo, barroco, siempre con una cuita en los labios y la chispa en la mirada.
Una vez que un compañero no pudo asistir a un acto a recoger un premio, recortó su cara y la pegó con el photoshop flotando entre el resto del grupo. Era generoso Barrios, el último en irse en las casetas de la Feria de agosto, cuando toda Almería pasaba por su cámara. Quién no tiene una foto de Barrios.
Nunca es tarde para irse, pero Juan Antonio se ha ido demasiado pronto, con solo 63 años, con muchas fotografías aún por plasmar, con mucha crónica aún por escribir. Pero sobre todo, con mucha alegría y buen rollo por repartir a raudales. Mañana es la lotería, pero a él la lotería de la vida le ha jugado una mala pasada. No era un periodista al uso Barrios, no era un periodista de facultad, era pura vocación, pura intuición desbocada por alcanzar en cada artículo, en cada imagen, la meta, su meta. La última vez que lo vi por el pasillo de Torrecárdenas, en silla de ruedas, ya no era Barrios, ya no le brillaban los ojos, ya no era el que conocíamos pletórico de vida y milagros, ese que llevaremos en la memoria. ¡Hasta siempre Juan Antonio, hasta siempre McGuirado!
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